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Fantasmas en el Palais-Cardinal. 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Alphonse de La Rive Lun Nov 17, 2014 6:57 am



Fantasmas en el Palais-Cardinal. 14dk7ie


El Arzobispo de París no cree en fantasmas. O al menos no creía en fantasmas. Desde hacía más o menos una semana tenía la certeza de que un fantasma de su pasado le aparecía en su día a día, en los lugares más extraños, más insospechados. ¿Acaso eran meros recuerdos para torturarle? ¿O los fantasmas en verdad existen?

El pasado martes el Cardenal debía asistir a un ajusticiamiento público, en una plaza de París. Nunca le habían entusiasmado demasiado -a diferencia de otros; espectadores que observaban como si una obra de teatro se tratara, con aplauso final incluido. ¿Por qué dejar morir a alguien, por muy criminal que sea, delante de todos? ¿Acaso la muerte no es algo íntimo, personal, el último suspiro en este Valle de Lágrimas, que decían antaño?-. Como cardenal era una de las más altas autoridades en aquella sentencia, por lo que tenía un sitio privilegiado -ya se sabe, un asiento con vistas, para no perder detalle de como el cuerpo del ajusticiado, ya separado de su cabeza gracias a la veloz guillotina, se sigue moviendo una vez muerto. Un gran espectáculo, decían sus obispos auxiliares, aunque por desgracia para ellos en aquella ocasión todo fue limpio y rápido, el cuerpo no se movió, el criminal no gritó por perdón y el corte fue impecable. Ellos se lamentaban-.  Mas lo que llamó la atención a De La Rive, lo que le hizo temblar y apenas articular palabra fue... otra imagen propia de la Muerte. ¿Se estaba riendo de él? ¿Le perseguía como castigo por las injustas y terribles condenas que él mismo ha infligido a lo largo de su vida, a inocentes que únicamente han tenido la desgracia de cruzarse con su persona, unas piedras más en su camino hacia el poder?

Sus ropajes rojos, como la sangre derramada del cordero, destacaban entre el negro y el púrpura de sus sacerdotes y obispos. El Sol les azotaba con fuerza en aquel día de julio, las gotas de sudor recorrían el rostro de Alphonse, su ropa le ahogaba, le atosigaba, sentía que apenas podía respirar. ¿Fue eso lo que le hizo ver...  lo que no deseaba volver a contemplar? ¿El calor, el mareo, la muerte de una persona apenas unos metros de él? ¿Un cúmulo de emociones que ni un hombre como él puede soportar, controlar? Quién sabe. El Arzobispo de París no tenía respuesta para esas preguntas que le venían una tras otra.

Ella. Era ella, entre el público. My lady, la mujer que había trabajado durante más de una década junto a él, la mujer fría y calculadora que había moldeado a su gusto. La mujer que había desaparecido años atrás, sin dejar un solo rastro que seguir -ni los mejores cazadores podrían dar con sus pasos-. Desapareció del mapa... tras aquel incidente -él lo llamaba así-.  El incidente donde la mujer casi pierde la vida sin que el Cardenal moviera un dedo por ayudarla. Marcada para siempre como una criminal, marcada para siempre en los ojos de los parisinos como una mentirosa, una fulana que solo buscaba su propio bien y la destrucción de la Corona Francesa. ¿Ellos recordarían aquel día? ¿El público que había acudido a la vergüenza pública, como en esta ocasión, para señalar con el dedo a los supuestos  pecadores? ¿Olvidarían también la pena capital que acababan de presenciar? ¿Recordarían el rostro de este hombre dentro de unos años?

Al principio no le había llamado la atención, después de todo las ejecuciones públicas tenían mucho éxito entre los ciudadanos de París; la gente se apelotonaba para poder ver en primera fila la sangre, los ojos abiertos y perdidos... en fin, la casquería. No obstante, alguien cubierto por una capa negra se ocultaba entre la gente. Situado en un lugar estratégico, de modo que el Cardenal fuera capaz de apreciarlo... y justo empleó el momento adecuado para darse a conocer...

... el rostro pálido de la Reina de Hielo. Cuando la cuchilla de acero  cayó sobre el cuello del hombre condenado -Alphonse retiraba la mirada, no le era agradable ver como a alguien le cortaban la cabeza-; aquella sombra dejó caer la capa que ocultaba su rostro, dejándose ver. Alphonse se quedó paralizado; el ambiente empezó a moverse sin ton ni son, la gente daba vueltas sin control... en fin, se estaba mareando. Y miles de dudas e interrogantes acudieron a su mente. Ella sonreía. Una sonrisa extraña, una sonrisa que parecía dibujada, como forzada para dar temor. Y desde luego lo había conseguido. ¿No... había desaparecido? Se preguntaba De La Rive.

-¿Cardenal? -murmuró uno de los obispos, sosteniendo a su superior cuando éste perdió el equilibrio, con la mirada perdida-. ¿Se encuentra bien...?

Uno de los sacerdotes también se acercó, tomando de las manos al Arzobispo para sentarlo de nuevo en su sitio, abanicándole mientras miraba a su alrededor.


-Quizá ha sido.... bueno, la guillotina -le dijo uno de los representantes de Dios en la Tierra a otro de ellos, procurando que el Cardenal no viera el cuerpo inerte del criminal.

Mas Alphonse no les escuchaba. La imagen que acababa de aparecer ante él seguía fija en su retina, como si el tiempo no hubiera pasado desde ese instante. Negó varias veces con la cabeza, levantándose de allí y bajando de la plataforma casi a carrera, apartando a la gente bruscamente para llegar hasta donde estaba la Reina de Hielo... sin embargo cuando llegó hasta allí, sintiendo las miradas extrañadas de la gente clavadas en él, ella ya había desaparecido.

- ¡Guardias! -gritó, volviendo hasta la plataforma. En su rostro se podía apreciar una mezcla de rabia y terror-. ¡Buscad a una mujer, por las calles, una mujer con una capa negra!

Los guardias se miraron entre ellos y luego a él, para responder -solo uno, el más valiente de todos-.  En el fondo, aunque trabajaban para el Cardenal, le tenían cierto respeto. Sabían de sobra lo que podía llegar hacer.

-Monseñor...  con esas indicaciones... tendríamos que detener prácticamente a cada mujer que nos encontremos...  sin más información...  -al decir eso el guardia cerró los ojo y tragó saliva, pensando que iba a escuchar maldiciones saliendo de la boca del Cardenal. Pero no fue así.

El Cardenal no pronunció palabra, y dio media vuelta sobre sí mismo para, de nuevo, posar su mirada en el lugar dónde ella había aparecido y se había evaporado en un abrir y cerrar de ojos. Tres años... habían pasado tres años desde la última vez y en ese tiempo, días, meses, no fue capaz de dar con su paradero ni contratando a los mejores espías de toda Europa.

Las apariciones continuaron tras esa primera. Eran escalonadas, nunca seguidas y en los peores momentos. En una de ellas con las mismas ropas -capa negra cubriendo su cuerpo-, se dejó ver en una de las recepciones reales, en el Palacio, en una ordenación de caballero real. Le sucedió lo mismo que en la plaza. Sus manos temblaron, casi pierde el equilibro y palideció hasta el punto de que la mismísima Reina le preguntó si se encontraba bien.

La última había sido ayer, en una ceremonia en la Catedral de Nuestra Señora, en Notre Dame. Conmemoraban la muerte de quince soldados en la pasada Guerra de los Siete Años. Fieles hombres que habían servido a la patria. Como Cardenal, De La Rive era el encargado de celebrar la misa. Cuando alzaba la copa hacia Dios, convirtiendo el vino en la sangre de Cristo y daba el primer trago a ésta, para volver a posar sus azules ojos en los feligreses, volvió a ver la capa negra... y el rostro de ella se descubrió. Nervioso, escupió el vino, cubriendo la ropa blanca de sus monaguillos -quiénes estaban situados justo delante de él- en una tonalidad borgoña. Cuando volvió a mirar, ella ya no estaba.

Fue una falta de respeto, le dijeron, hacia esos soldados caídos en la Guerra. Alphonse pudo salir del paso, asegurando que llevaba unos días encontrándose mal...¿Qué iba a decir? ¿Qué un fantasma del pasado aparecía ante él?


___________





Palais-Cardinal - 1800.



El Palais-Cardinal era un recinto amplio donde residía el Arzobispo, junto con algunos de sus obispos auxiliares y diversos cortesanos del Rey. Tenía sus propios aposentos en el palacio -de los más lujosos y recargados, como debe ser teniendo en cuenta su cargo-.

Había sido un día extraño. No había avistado a My Lady, aunque estaba atento a cada movimiento por el rabillo del ojo. A saber... pasos que escuchaba tras de sí, el ligero soplo de una ráfaga de viento, una hoja de un roble que caía sobre él... cualquier nimiedad le alertaba. ¿Se estaba volviendo loco?  Ya no solo aparecía en sus sueños, si no en su día a día, en la realidad...

Suspiró al abrir las altas puertas de su habitación y le ordenó a sus guardias que vigilaran la entrada sin descanso. No dejéis pasar a nadie. Ésa fue su orden. Ellos asintieron. Una vez dentro de su estancia respiró hondo, haciendo presión sobre su sien. Sentía un terrible dolor de cabeza... Uno de sus pomeranian, Claudio, salió de su pequeña cama para acercase a Alphonse, ladrando de alegría mientras el resto aún dormían. El Cardenal se agachó para acariciarlo. Y de pronto le vino cierto olor. Cierto olor que conocía demasiado bien -un ligero perfume de la época, Les Larmes de l'Aurore. Era un perfume muy usado entre las clases altas-, pero cuando se entremezclaba con el propio olor de My lady... era único, alguien como él podía distinguirlo entre millones de ellos, todos parecidos. Ella era. Ella estaba allí... entre las sombras.


-Cordelia... -dijo en casi un susurro, lo justo para que la mujer pudiera oírle. Se acercó a su escritorio, cerrando de nuevo los ojos para añadir-. Mi diario no es tu incumbencia... ¿me lo puedes entregar, si me harías ese gran favor... por favor?

Esas dos últimas palabras le costó pronunciarlas. Y se mantuvo allí de pie, fingiendo una impasibilidad poco convincente, todavía dando la espalda a la sombra del lugar, donde ella se encontraba.


Última edición por Alphonse de La Rive el Dom Dic 07, 2014 10:09 am, editado 7 veces
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Mensaje por Cordelia Holtz Lun Nov 17, 2014 11:34 am

De nuevo Francia. De nuevo París. De nuevo el olor de las calles, el bullicio del mercado, todo. Cordelia Holtz lo recordaba absolutamente todo de la misma forma y sin embargo todo tan diferente: edificios que se derrumban, edificios que se construyen, vecinos que se van, otros que vienen... ni siquiera su hogar era ya suyo. No podía serlo. No si quería ocultarse durante un tiempo.
Por mucho que las cosas hubieran cambiado, la esencia de París no se había modificado en absoluto. Seguía siendo un sitio reluciente, que emanaba un sinfín de promesas de fraternidad y amor. Al menos en apariencia. Cualquiera que hubiera vivido allí años suficientes sabía de sobra que no se trataba más que de un sitio infecto, pútrido, repugnante... lleno de personas en busca de beneficio propio y fracaso ajeno. Por eso a Alphonse le gusta tanto -piensa Cordelia a menudo-.

Alphonse de La Rive. El auténtico motivo para regresar. Un motivo de carne y hueso, un motivo ataviado del mismo rojo del cual esperaba que fuera su sangre una vez derramada. En el caso de que este destilara tal cosa, desde luego, pues no creía que existiera corazón que pudiera bombear sangre ninguna en un cuerpo como el suyo.

Mas no siempre las cosas habían sido así. Vagos recuerdos inundaban a Cordelia en ocasiones. En contra de su voluntad y dejándose llevar por la peor nostalgia que existe, recordaba momentos que habían merecido la pena a su lado: celebrar las mejores victorias con el mejor vino, urdir los mejores engaños con el mejor estratega, conversar con la elocuencia hecha hombre... pocas mujeres podían presumir de algo así. No muchos hombres tampoco. Por lo tanto, el desenlace que acabó con su relación de amistad fue un golpe duro para alguien que siente admiración hacia la otra persona, pues esta se desvanece y en su lugar aparece la decepción.

El Arzobispo era una figura pública y debido a esto era sencillo prever los lugares en los que estaría. Sólo un pequeño vistazo -se dijo ella-. Como el niño que se levanta antes de tiempo para ver el árbol lleno de regalos en plena noche y vuelve a su cama más emocionado que nunca. Sin embargo, esto no iba a ser ningún regalo, ninguna víspera de fiesta, nada de lo que alegrarse, sino más bien pequeños escarceos de algo que nunca había acabado, sino sólo se había pospuesto.
La primera vez en un juicio, una ejecución. El lugar que más sentido tenía después de lo vivido, pues en uno comenzó todo y en otro finalizó se pospuso. La segunda en la iglesia. Para muchos, el lugar custodiado del Señor por antonomasia. Para Alphonse, otro de los trucos que el ser humano de clase alta impone al de clase baja para mantener su fidelidad y recaudar tanto la ignorancia ciudadana como los donativos que, en parte, financiaban su querido Palais-Cardinal.

Después de tantos juegos, la presencia de Cordelia en sus aposentos era ineludible. Ni siquiera era complicado. Colarse en casas ajenas, ¿desde cuándo para ella eso suponía algún problema? ¿Acaso iba a olvidar todo aquello que le fue tan útil en sus años trabajando a la diestra de De La Rive? Sólo una idiota lo haría, y ella no era ninguna idiota.  Su despacho, su habitación... lucían igual, olían igual. Otra vez los recuerdos, la melancolía, a continuación el odio y el rencor, finalmente ella de nuevo.

Todavía había tiempo. Tiempo para rebuscar entre sus armarios y cajones. Tiempo para encontrar, ¿qué? ¿un montón de hojas que hablasen de sus futuros complots, de sus pasados desfalcos? No, mucho mejor. Un diario. Un diario que demostraba contra todo pronóstico que Alphonse de La Rive si que tenía corazón, pero roto y en podredumbre desde hace años. Infancia, primer amor (un hombre, todo hay que decirlo), y...

- ¡Oh! ¿Qué ven mis ojos?

De La Rive había dedicado varias páginas a su querida amiga, pero omitiendo su nombre.

- ¿My Lady? ¿Reina de Hielo?

Las carcajadas resonaron en la habitación y poco después la lectura de ese diario era todo lo que importaba. No podía distraerse, pues de La Rive llegaría pronto. Sin embargo, a cada página no podía dejar de pensar en la contradicción. La contradicción en si misma. Tus pensamientos, sentimientos y actos. Tres gotas que naturalmente fluyen por el mismo río pero que en la mente de Alphonse, era necesario separar meticulosamente con fines superiores a él. Alphonse era poder y contra el poder no hay sentimiento que valga.

De pronto, las enormes puertas de la habitación se entreabrieron por unos segundos. El pobre hombre no sabía que hacer con las apariciones que le estaban torturando y sus guardias no tenían más remedio que escuchar a su superior pidiendo una seguridad absurda. Durante esos segundos, que fueron mínimos, y sin embargo interminables para Cordelia, algo había cambiado.

___________


- Mi diario no es tu incumbencia... ¿me lo puedes entregar, si me harías ese gran favor... por favor?

Ella le miró unos segundos. En tres años, ¿cuántas arrugas nuevas podían haberle salido?, ¿cuántas canas?, ¿su voz era la misma, su ropa, su actitud, su mirada? No tardó en hablar al percatarse del tiempo que había dejado correr entre medias.

- Alphonse de La Rive pidiendo las cosas por favor en lugar de arrebatarlas sin más, a la fuerza. Era lo que más te gustaba, ¿recuerdas? - dijo sonriendo.- No imaginaba que hubieras cambiado tanto. Tampoco imaginaba que tuvieras un diario, mucho menos escrito y menos aún... con el corazón. - y tras una breve pausa prosiguió. - Pensaba que lo habías vendido al Diablo hace años, junto con tu alma y la mía. Supongo que las personas todavía pueden sorprenderte.

El diario siguió en sus manos y allí se quedaría. A la espera de un gesto violento que le obligara a desprenderse de él.
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Mensaje por Alphonse de La Rive Lun Nov 17, 2014 5:24 pm



Los perros enanos del Cardenal seguían durmiendo plácidamente -sí, incluido Claudio-. No era nada extraño, puesto que Cordelia conocía muy bien a aquellos pequeños animales. Ellos jamás ladrarían ante su presencia. En verdad, ella conocía perfectamente aquel lugar, la residencia del Arzobispo de París.

En unos tres años -años en los que My Lady había estado en paradero desconocido- nada había cambiado. Los mismos muebles, los mismos candelabros alumbrando con apenas fuerza los rincones de la habitación... la misma austeridad en la decoración de la habitación -salvo las obras del Greco, las cuáles De La Rive tenía colgadas en las paredes para contemplarlas siempre que podía-. En fin, tres años en los que ella, tal vez, había cambiado. Mas el Cardenal seguía igual que siempre -quizá más ambiciosos y poderoso, tan solo eso-.

Aún, de espaldas a la mujer, se acercó todavía más al escritorio y de un pequeño armario sacó dos copas, junto con una casi vacía botella de vino. Abrió ésta con los dientes -nada de modales. Cordelia ya estaba acostumbrada a los gestos y la actitud que De La Rive salvaguardaba para la intimidad-. Y, dándose la vuelta, sonrío a la que había sido su espía perferida.


- ¿Te apetece una copa, My Lady?- le preguntó, mientras servía generosamente para él y de forma tacaña para ella-.Tranquila, no está envenenado. He perdido esa buena costumbre de envenenar a quien me incordia... Ahora tengo otros métodos, ¿sabes?- rió entre dientes, recordando viejos tiempos. Ah, como echaba de menos aquellas cacerías, cuando su querida Reina de Hielo se sumergía en la noche, siguiendo las pautas del Cardenal. Trabajando juntos, siempre por el bien de ambos-. Para demostrar que esto está tan limpio como mi conciencia -mentira que intentaba colar como si nada-, beberé mi copa de un solo trago... Supongo que cómo habrás podido comprobar, el vino en ambas copas procede de la misma botella... -le guiñó un ojo. Sí, lo sabía, se estaba tomando demasiadas confianzas con una mujer que había cambiado su vida por completo, quién sabe si para bien o para mal. Mas intentaba mostrarse confiado, cuando la realidad era totalmente diferente. Hacía apenas unos días se había creído él mismo que las apariciones de la señora Holtz eran o paranoias suyas, lo que indicaba que estaba perdiendo la poca cordura que aún le quedaba, o que los fantasmas existían. En fin, ninguna de las dos opciones dejaban clara su lucidez-. Por tu regreso... aunque aún desconozco el motivo -alzó la copa, en un particular brindis… Dicho y hecho. Se bebió el vino de un solo trago y a continuación se relamió los labios. No podía desperdiciar ni una sola gota de aquella delicia-. Esta magnífica botella del 1795... Se iba a desperdiciar en la Catedral de Nuestra Señora, ¿te lo puedes creer? Uno de mis estúpidos obispos auxiliares había dispuesto esta maravilla para los feligreses y di el cambiazo, por supuesto. Ni el propio obispo notó el cambio, como era obvio. La transformación del vino en la sangre de Cristo, el hijo de Dios.  Tal vez me convierta en un vampiro al beber la sangre de nuestro Salvador... -posó la copa en el escritorio, cogiendo la otra para acercarse a ella-. Solo los de nuestra clase somos capaces de comprender, realmente, los matices y la belleza de lo que nos rodea... ¿no lo crees, señorita Holtz? -y ahí empleó la palabra señorita, obviando el detalle de que estuviera casada.

Caminó hasta donde la mujer se encontraba, arrastrando tras de sí la capa negra que se sostenía sobre sus hombros, oliendo la apetecible fragancia que el vino desprendía. Pero, sin duda, la mejor fragancia de todas era el olor de ella entremezclado con el perfume que siempre llevaba sobre su piel -unas simples gotas sobre su cuello bastaban para inundar sutilmente cualquier estancia donde My Lady se encontrara-.  No quiere reconocerlo, pero había echado de menos todo aquello. No había día, hasta entonces, en el cual no pensara en ella. ¿Lo peor de todo? Que llegar a apreciarla sería una verdadera flaqueza, una flaqueza que Cordelia no dudaría en usar a su favor. No confiaba en ella -ni ella en él, lógico, tras lo que había pasado tiempo atrás-. No tenía ni idea de cuáles eran sus planes o el porqué de su regreso. ¿Por qué ahora? ¿Qué quería de él? ¿Qué quería de París, la ciudad que le había repudiado como si fuera la peor escoria de Francia?

Posó la copa en una pequeña mesilla situada al lado del sillón donde My Lady estaba sentada, y alzando una ceja se acercó lo que más podía a ella. Podía sentir el aliento de la mujer sobre el suyo propio, pronunciado las siguientes palabras en un suave  suspiro. Un tono de amenaza entremezclado con cautela. Ella tenía su diario, ¿no? No podía andarse con juegos estúpidos ante algo semejante.


- Hasta el Diablo tiene corazón, Cordelia. ¿Tantos años al lado de un devoto como yo -soltó una pequeña carcajada al decir eso, sonriendo luego de medio lado- y aún no has aprendido nada sobre Dios y la religión? Recuerda que él era el preferido de nuestro Señor, y que el Señor le partió el corazón… ¿te suena de algo?

Echó un rápido vistazo, de reojo, al cuerpo de la mujer. Estaba recostada en el sillón, sonriendo y provocando al Cardenal -ella no era estúpida, sabía de sobra lo que provocaba en  los hombres, y en especial en el  Arzobispo, más aún habiendo leyendo las confesiones de Alphonse en su diario personal-. Y, mientras echaba ese rápido vistazo alzó ambas cejas, dejando reposar su mano sobre uno de los muslos de la señora Hotlz, haciendo una ligera presión sobre la piel de la mujer, inclinándose más y más sobre su cuerpo, de tal forma que los dos estuvieran prácticamente juntos.


- Devuélvemelo -aquí ya no usaba el tono de cautela anterior. Solo se podía percibir la amenaza, y no sólo en sus palabras, sino en la presión que ejercía sobre ella para que no pudiera moverse un milímetro, la mirada de intimidación que clavaba sobre los oscuros ojos de la supuesta dama. Y, cómo no, el último suspiro lanzado sobre la boca de la señorita Holtz, pudiendo notar casi el acelerado compás que los latidos de su corazón llevaban- ... No lo volveré a repetir, Cordelia.
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Mensaje por Cordelia Holtz Lun Nov 17, 2014 7:04 pm

El baile de siempre. Tres años hacía ya que no bailaba al compás que de La Rive le marcaba y se sentía algo oxidada, pero todavía podía dar algunos pasos. A él siempre le había gustado llevar la voz cantante. Daba un paso firme y ella le respondía con un retroceso divertido. Era su juego, le encantaba y por eso a Cordelia le complacía bailar con él más que con nadie. No era común encontrar a alguien que, a su edad y venerando el rico vino como hacía él (más que a su Dios), se moviera de una forma tan ágil y portentosa. Si danzaba así, ¿qué más cosas sería capaz de hacer en otras estancias de la habitación y con qué habilidad?

Durante la incesante cháchara que el Cardenal mantuvo con nadie más que consigo mismo, ella no podía dejar de apretar los dientes. Su rostro se endurecía a cada palabra. El respeto, la vergüenza y el arrepentimiento ni siquiera asomaron y de La Rive se tomó todas las libertades que quiso y más. Eso demostraba mucho más que cualquier palabra escrita en un diario... ¿o simplemente intentaba engañarse a si mismo?

Ese trago de vino que Cordelia no había tomado la había dejado algo aturdida. ¿O quizás era el aliento del Cardenal rozando su mejilla? Un olor que despertaba más y más recuerdos. ¿Todos buenos? Desde luego que no. Pero no quita que fueran recuerdos.

Y ahí estaba. Esa faceta suya tan propia. El cordero que se torna lobo... o loco. Demasiado visto y, sin embargo, nuevo al mismo tiempo. En este caso el causante era un diario que ella tenía en sus manos. Era algo tan simple, tan estúpido. No había metido la pata en ninguna misión, solamente tenía un trozo de papel que además ya había sido leído de principio a fin.

- ¿Sabes? -preguntó con los ojos cerrados y casi suspirando.- Hace tanto que no me toca un hombre que ya no sé distinguir una caricia de un golpe, un estrangulamiento de un abrazo... ni siquiera una amenaza de una declaración de amor.

El balls había parado y el tango comenzaba.

- Piénsalo así: si tu diario ha caído en mi poder, ya ha sido leído y releído una y otra vez con un fervor tan ardiente que no lo verás ni en tus fieles más devotos -daba igual la presión que este ejerciera sobre ella, pues ella sabía que con no ceder un ápice la batalla quedaría en tablas-. ¿Qué más puedo hacer con él? ¿Leerte algún pasaje en voz alta? ¿Invocar esos sentimientos que ocultas entre tus páginas? Dime, Alphonse - cada vez más cerca.- ¿Qué quieres que haga?

La situación se complicaba. Cada uno ponía sus cartas sobre la mesa, la partida podía acabar en seguida o uno de los dos podía pedir carta.

- Por cierto - sonrió.-, vuelve a acariciarme una sola vez más el muslo y tendrás que aprender esgrima con la mano izquierda. - dijo ella apuntándole con un arma estratégicamente escondida bajo sus faldas. Un as, que suelen decir.
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Mensaje por Alphonse de La Rive Mar Nov 18, 2014 6:27 am



Cualquiera podría preguntarse cómo era posible que, el Cardenal, dejara su diario tan a la vista si tanto aprecio le tenía, si para él significaba algo tan importante...Pues bien, la respuesta es evidente. El Palais-Cardinal es un lugar con una seguridad máxima -solo hay que tener en cuenta el tipo de gente que vive entre sus paredes de mármol-, y el Arzobispo tiene a sus propios guardias -gente contratada por él mismo para su protección-. Es sabido por todos que tiene un enemigo en cada esquina... y aunque no llegue a nivel de enemigo, al menos alguien que quiere verle muerto -no sería la primera vez que sufriera un intento de asesinato... fallido, por supuesto. La propia Cordelia fue la encargada de dar caza a los homicidas, y ella, a diferencia de ésos asesinos de pacotilla... no falla nunca. De La Rive no es un hombre con el que se pueda acabar fácilmente. Quién sabe, quizá sí que haya hecho un pacto con el Diablo al que dota con maravillosos pecados. Quizá sea, incluso, su favorito en la Tierra. Y quizá el Arzobispo no sea ni siquiera consciente de ese maquiavélico pacto-.

Volviendo a la escena en la que nos encontramos, el Cardenal continuaba sobre Cordelia. Y, siendo sinceros, esa situación no era nada cómoda para él -no nos confundamos. Se siente atraído por la mujer, pero... ella no es como todas las amantes que ha tenido a lo largo de su vida. Ella, en resumidas cuentas y a pesar de sonar vulgar, no es una puta-. El hecho de sentir la respiración de My Lady, las palabras que susurraba sobre sus coartados labios, le evocaba recuerdos, sentimientos y emociones que creía haber enterrado -por su bien- justo coincidiendo con la marcha de la que él llamaba Reina de Hielo. Trece años es mucho tiempo incluso para él.


-No parece que seas hija de quién eres, Cordelia... Tal vez en estos tres años has olvidado tus buenos modales, ¿no? ¿Te has convertido en este tiempo... en una cualquiera capaz de leer las palabras más privadas de quien fue tu superior? ¿A eso has llegado, hm? -murmuró, respondiendo a las provocaciones de la ex-espía, manteniéndose firme aunque en su fuero interno se cruzaran miles de pensamientos en los que no quería detenerse ni n mísero segundo. Siempre ha odiado que su cuerpo venza a su mente- . ¿Tu querido marido no te ha metido en vereda, no te ha mandado a una institución para... señoras de dudosa reputación y cordura? ¿O sí lo ha hecho y has escapado de allí, eh? -su enfado acrecentaba a cada palabra que pronunciaba. Le costaba mantener las formas. Tres años, tres años y aparecía ahora... ¿cómo podía seguir impasible ante su presencia? Deseaba hacerle daño, devolverle la moneda aunque ella hubiera sufrido mucho más en el pasado por su culpa. La palabra perdón entraba en los mandamientos de Dios, pero no en aquel representante de su doctrina.

De La Rive no suele perder los nervios, incluso con varias copas de vino en su sangre es consciente de cada acto perpetrado por su mente, por muy horrible que éste sea -algo que demuestra aún más su putrefacta alma. Ni siquiera tiene una buena excusa para justificar sus actos-. Pero... ah, maldita Holtz. Ella era la única que podía lograr hacerle perder la razón y, así, acabar haciendo algo de lo que se arrepentiría en el mismo instante.

Su cuerpo seguía sobre ella. Y aquello era, para él, como una especie de regalo. De acuerdo, no era el mejor momento, no era la situación adecuada, mas había soñado con ella desde que había huido de su prisión -prisión imaginaria, muros construidos por el Cardenal alrededor de la mujer, muros que había levantado desde que ella era una cría y por infortunas casualidades de la vida se habían juntado. Una maldición para ella y una bendición para él... hasta que le abandonó, no sin razones. ¿Se arrepentía el Arzobispo? Tal vez. La respuesta podía no ser clara, pero si la hubiera ayudado en aquella tarima, cuando recibía los latigazos y la marcaban para siempre, él hubiera perdido todo su poder. Su vida, los peldaños que tanto le había costado subir desde que vivía en la casi derrumbada mansión de su familia -hijo de nobles sumidos en la pobreza-, se derrumbarían. Del mismo modo que los muros creados en la mente de Cordelia se habían derrumbado -por fin- cuando tuvo el valor de escapar de sus corruptas garras.


-¿De verdad me dispararías, señora Holtz? -voz y mirada amenazante, como si le estuviera diciéndote atrévete -. No serías capaz. Tú misma no te permitirías tal acto, algo tan rastrero y simple... Cuando te conocí eras una cría, pero esa mente tuya a evolucionado más de lo que me hubiera imaginado nunca -llegando a ser un igual, pensó- . Pero, de acuerdo... no te tocaré más.

Y se separó de ella, alzando ambas manos hacia arriba mientras le sonreía burlón. En un rápido amago alcanzó la copa que había posado instantes antes sobre la mesa situada al lado del sillón donde la dama reposaba. Con un gesto de muñeca movió el líquido borgoña dentro de la susodicha copa, antes de llevárselo a los labios y beberlo todo de un solo trago para, a continuación, dejar de presionar el cristal con la yema de sus dedos, de modo que ésta cayó directo hacia el suelo, haciéndose añicos.


-Ya lo limpiarán... espero que mi pequeños no se despierten antes y sus pequeñas patitas acaben cubiertas de sangre... -murmuró para sí, refiriéndose a sus pomeranian- . ¿O, por el contrario, será mi sangre la que acabe derramada en esta habitación, Cordelia? ¿Me dispararías...? No... no -negó con la cabeza. No es que estuviera loco, ni mucho menos, pero tal vez sus propios actos empiezan a pasarle factura cuando se acerca a la vejez. Del enfado pasaba a la depresión- . No te olvides de algo, mis guardias están al otro lado de la puerta. De hecho, creo que hasta nos escuchan. Si no han aparecido ha sido porque yo no lo he requerido. No les he llamado. Crees que me estás perdonando la vida, pero en realidad, ahora mismo, te la estoy perdonando yo a ti.

Dio un par de pasos para volver a estar a su altura, esquivando los trocitos de cristal del suelo, para apartar la capa oscura que cubría los hombres de la mujer -sí, tenía una pistola apuntándole. Pero no le tenía miedo alguno-. Y allí estaba, la flor de lis quemada a fuego sobre su pálida piel. Sabía que había sido un gesto cruel, pero lo necesitaba. Necesitaba volver a aquel día, rememorar lo gritos de súplica que ella soltaba, las lágrimas y el dolor que él mismo sintió.

-Se podría haber evitado, ¿hm? -dijo finalmente. Sin saber si ella lo había escuchado ya que fue en un susurro apenas apreciado. Pero necesitaba que ella le perdonara. Lo necesitaba de verdad.
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Mensaje por Cordelia Holtz Mar Nov 18, 2014 11:15 am

Ella apartó su mano bruscamente. La cara de esta... una mezcla entre vergüenza y desprecio. ¿Cómo se atrevía siquiera a dirigirle la palabra después de lo ocurrido, mucho menos tocarla? Y sin embargo, no se quedaba ahí. El Cardenal hundía su dedo en la llaga cada vez más y más. Se regodeaba cuando su auténtica posición era el suelo, de rodillas y suplicando por el perdón de ella. Más aún cuando, por dentro, era lo único que ansiaba.

En el canto decimocuarto de la Divina Comedia, Dante se encuentra en el séptimo círculo del Infierno. El séptimo es aquel dedicado exclusivamente a todo hombre violento. Este círculo se divide a su vez en tres giros y el último, correspondiente a todo aquel que peque de blasfemo, sodomita y usurero, es el escogido para condenar a Capaneo. Capaneo era un hombre que destacaba por su gran arrogancia hasta tal punto de hacer enfurecer al mismísimo Zeus. Una vez en el Infierno, Capaneo fue condenado a yacer en una planicie de arena ardiente mientras se precipitaba fuego sobre él. Sin embargo, nunca cesó en sus constantes pulsos a Zeus. Cordelia estaba segura de que Alphonse de La Rive tenía un sitio asignado en ese círculo y que las palabras que Dante le dedicó a Capaneo, llevarían algún día otro nombre: ¡Oh! Alphonse, si no se modera tu orgullo, él será tu mayor castigo.

Un gesto de disculpa, unas palabras por todos aquellos años juntos, una mirada cómplice... Nada. Y aún así, a pesar de todo, la prueba de que Alphonse de La Rive tenía corazón estaba allí mismo, en su mano. ¿Es posible desprenderse de todo aquello que te vuelve humano depositándolo en el cajón de un escritorio y guardando la llave?

- Tú me enseñaste a disparar primero, y preguntar después. Sería irónico que tus propias enseñanzas se volvieran en contra de ti.

Él sabía que había dado en el clavo. El juego consistía en subir un peldaño más que el otro y Alphonse acababa de subir dos seguidos colocándose en una posición que si seguía explotando le aseguraría la victoria.

- Me asombra - sincerándose en parte.- que después de lo ocurrido las únicas palabras que me dediques sean para ponerme en mi sitio.

El momento perfecto para levantarse, guardar el arma y acercarse. El momento perfecto para un enfrentamiento cara a cara de verdad.

- Creí que trece años a tu servicio era más que suficiente para que desarrollaras cualquier clase de sentimiento hacía mi, cualquier... atisbo de que en verdad hay alguien de carne y hueso detrás de ese traje, de que no eres sólo alguien que busca beneficio propio, de que tienes... corazón -apelando a su humanidad y acercándose cada vez más-. Ni siquiera una disculpa, ni siquiera una palabra amable que esconda algo de arrepentimiento...

Su cara le decía a Alphonse que esto ya no era ningún juego, que era personal y que le dolía. Se tornó mustia, triste y agitada con tanta velocidad que ni siquiera se percató de lo que estaba apunto de hacer. Levantó su mano derecha y con la palma extendida, golpeó al Cardenal. Un sonoro bofetón que hasta los guardias habían oído. Líos de faldas pensaban ellos.

¿Quién quería un diario? Ella sólo quería una disculpa.

- ¿¡Quieres esto!? - mostrándole el libro, furiosa.- ¿¡Esto es lo único que te importa!? - dijo arrojándoselo.
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Mensaje por Alphonse de La Rive Mar Nov 18, 2014 2:21 pm



No podía llegar a comprenderla. No podía llegar a introducirse en su mente e intentar averiguar qué pasaba en su interior, qué planeaba la incansable mente de Cordelia. Tiempo atrás podía hacerlo. Tiempo atrás… él no necesitaba un diario para conocer cada sentimiento y pensamiento de la mujer -cómo ella estaba haciendo, abrir un cuaderno y sumergirse en la más íntima intimidad del Cardenal-. Pero lo dicho, fue tiempo atrás. Y, ahora, ella se había convertido de nuevo en todo un misterio para su persona -y con ello su curiosidad y atracción crecía-. Quería -no, quería no, necesitaba- saber el motivo de su vuelta… ¿Acaso le habría echado de menos…? No. Eso era imposible. El daño que le había hecho, el abandonarla a su suerte jugándose la vida es algo que no se olvida fácilmente, si es que alguna vez se llega a olvidar del todo.

Cuando atisbó la flor de lis sobre su piel, la quemadura que le habían realizado a ella como si de un animal se tratara, las imágenes de aquel día aparecieron para torturarle. Había sido en un día soleado. Un agradable día de verano, sin unas altas temperaturas. Se podía respirar el bullicio de las calles parisinas, habría sido un día perfecto para cualquier otra cosa, salvo para morir. Alphonse siempre lo había pensado… si tenía que morir -a todos nos llega la hora, seamos inmortales o no- debía ser en uno de sus odiados días lluviosos. Así la tristeza y la desesperanza harían mella en él y sentiría que el mundo lloraría su pérdida -puesto que nadie más, desde luego, lamentaría su muerte-.  


-Tú lo has dicho, Cordelia. Sabes cómo soy y lo que busco. Firmamos un contrato, que no se te olvide. Un contrato que tú -al decir es palabra alza su brazo, señalándola acusador- rompiste al desaparecer. ¿Dónde estuviste? ¿Qué has hecho durante todo este tiempo, hm?

Un contrato fraudulento, ya que ella por entonces era una chiquilla de apenas veinticinco años casada a la fuerza con un hombre que tan sólo buscaba su riqueza y su posición en las altas esferas. Se aprovechó de su miedo, de su inocencia e ignorancia acerca del mundo real. Y aún, a aquellas alturas, se preguntaba si había hecho bien. ¿Todo lo que logrado compensaba la situación que ahora, ambos, vivían?

Podía notar los cambios que se producían en el rostro de My Lady. Los dos estaban en un difícil pulso, y estaba claro que ella estaba cediendo ante la insistencia y la fuerza del Arzobispo. Eso no quería decir que el eclesiástico había ganado, no, pero le faltaba poco para lograrlo. Incluso en una situación semejante, a sabiendas de que Cordelia sólo necesitaba unas palabras amables, él veía todo aquello como una de sus constantes luchas. ¿No era agotador vivir así? Siempre alerta, siempre dispuesto a un enfrentamiento. Y lo peor es que no se daba cuenta de que si decía las palabras adecuadas -un simple perdón, un simple abrazo sin necesidad de articular palabra-, todo lo que deseaba de ella lo podía tener al alcance de su mano. Un reencuentro. Un reencuentro dónde ambos pudieran pasar página y seguir cada uno con sus vidas, salvaguardando los dolorosos recuerdos en lo más profundo de su ser para así procurar que nunca afloraran si no eran bienvenidos.

Sintió la bofetada de Cordelia como si le hubieran dado una puñalada por la espalda -apenas sintió el dolor real del golpe, mas el hecho de que se atreviera fue demasiado sorprendente para él. Jamás se lo hubiera esperado de la antigua Reina de Hielo-.


-Sabes que con algo así puedes firmar tu sentencia de muerte, señora Holtz. Otra vez -le dijo al oído cuando ella había retirado la mano de su rostro, su mejilla estaba colorada debido a la bofetada. Y él, rápido, sostenía a la mujer de la muñeca, impidiendo que fuera capaz de moverse durante unos instantes. Quería que ella viera la furia en sus ojos, que le temiera. Pero no lo podía lograr, era un buen actor, mucho mejor de los que pululaban por el teatro de París, mas las emociones estaban a flor de piel. Soltó su muñeca con un gesto brusco, como si la despreciara, para a continuación darle la espalda como ya había hecho antes-.

Respiró hondo, sintiendo de nuevo el dolor de cabeza que aparecía en los momentos más inapropiados. Se llevó ambas manos hacia los ojos, frotándose éstos cuando, tras de sí, sintió los gritos de Cordelia y como su diario personal caía sobre sus pies. Y perdió la paciencia. Había intentando mantenerse impasible, tranquilo. Lo último que deseaba es que ella le viera como alguien débil a quien podía controlar a su antojo. Pero… era humano, sí. Era un humano más con sus correspondientes pasiones, por muy enterradas que éstas estén.


-¿¡Qué quieres de mí, Cordelia!? ¿¡Qué quieres!? -gritaba con fuerza, escupiendo a cada sílaba que salía de sus labios. Caminó rápidamente hacia ella, con unos pasos firmes y decididos, volviendo a señalar en su dirección- . ¿¡Una disculpa!? ¿Acaso no… no has leído mis más íntimos secretos en mi diario, eh? No me hagas pronunciar esas palabras. ¿No te ayudó tu marido? Yo no era ni soy tu amigo. No te debo nada, y tú no me debes nada a mí.

Ésas últimas palabras las dijo suavemente, volviendo a estar a prácticamente a unos centímetros de ella. Unos segundos de un silencio espectral, hasta que la agarró por los hombros, ejerciendo una ligera fuerza sobre ella para así inclinarse sobre su cuerpo, otra vez. Sus ojos emanaban una extraña mezcla de culpa, arrepentimiento y de furia.

- ¿Para qué has vuelto? Huiste de mí, encontraste la salida… ¿y ahora regresas? -cerró los ojos, soltándola de inmediato mientras pensaba en que nunca debía perder los estribos. Debía relajarse, respirar hondo y recuperar la cordura que poco a poco se iba escapando de su organismo. Caminó hasta donde estaba el diario, recogiendo éste del suelo y pasando veloz las hojas hasta que dio con las que deseaba. Carraspeó, aclarando su voz para leer lo que había escrito tan solo dos días antes-. Han pasado ya unos tres años desde entonces. He hecho lo imposible por contactar con ella, por saber dónde se encuentra, qué hace, si alguna vez me perdonará… pero nada. Se ha evaporado, ha dejado de existir. ¿Y sabes lo peor, Señor? Desde entonces ya no le dedico pensamientos a Angelo, ya no invoco en mis peores momentos los recuerdos de ambos. No. Ahora en mis pensamientos aparece ella. Cuando todo parece que se derrumba, ella, mi Reina de Hielo, aparece de la nada. Ahora ella es la dueña de todo lo que hago.

Y dejó el diario sobre su escritorio, al lado de la ya casi vacía botella de vino. Apoyó sus manos sobre la vieja madera, volviendo a permitir que sus párpados cayeran y permitiendo que su cabeza se derrumbara gracias a su propio peso, quedando cabizbajo. Ah, cómo se iba a arrepentir de todo esto, de dejar que la Reina de Hielo pudiera vislumbrar un pedazo de corazón que él, el Cardenal, aún conservaba.

-¿Esas palabras no te dicen nada, Cordelia? -logró decir al final, tras otro incómodo silencio que se había formado entre ambos. Creía que los muros se habían derribado, y así era. Se habían derrumbado los muros del pasado, pero en aquel Palais-Cardinal se estaban construyendo unos nuevos en aquel preciso instante.
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Mensaje por Cordelia Holtz Mar Nov 18, 2014 4:10 pm

Ya estaba. Alphonse de La Rive había seguido el camino previsto. El camino normal. Es decir, el menos común para él. Había leído unas páginas de su diario en voz alta, materializando realmente todo lo que esas palabras no sólo decían, sino también lo que querían decir.
Una disculpa digna de alguien que nunca se disculpa y que no piensa hacerlo ahora. Una disculpa entre líneas. Un abrazo entre líneas.

- ¿Tan difícil era? - dijo sonriendo sin dirigirle la mirada.

Su sonrisa no era una sonrisa triunfal, sino algo más cómplice y comprensivo. Lo correcto después de algo así. A Alphonse no le había sido fácil leer aquellas palabras. Nada fácil. Más aún cuando ella ya las sabía. Pues eso sólo le hacía sentirse ridículo.

- Mi intención no es la de ponerte un collar al cuello y exhibirte como a un perro. No busco humillarte - mentira -. Estoy por encima de eso.

Los silencios. El tercer eslabón en la cadena.

- Comprende que ese diario... ni yo misma me creo muchas de las cosas que hay escritas en sus páginas - intenta explicarse de la mejor forma que puede. Al fin y al cabo, las personas se entienden hablando y no abofeteándose, gritándose o tirándose diarios a la cara-. Cuando crees que puedes conocer a alguien... a alguien como tú, Alphonse. Alguien que maneja el don de la palabra de una forma que nunca atenta contra sus intereses, alguien que en lugar de preguntarte por qué lloras, te arroja un arma que deberás utilizar en tu próxima misión cuando en realidad quiere decir ten, es un regalo para que seques tus lágrimas... es difícil. Nunca me proporcionaste un manual de instrucciones. Siempre he tenido que guiarme por la intuición y mi intuición falla. Soy una mujer, ¡por el amor de Dios! -dice bromeando más que excusándose-. Nunca he pretendido ser tu amiga -se acerca y le toma de la mano.-, pero trece años, Alphonse...

Silencios y más silencios.

- Cuando te envenenaron no sólo estaban atentando contra ti. Para mí fue algo personal -agacha la cabeza-. No podía dejar que te pasara nada, maldita sea... Ya era mucho vivido. Ni con mi marido he pasado tanto tiempo. Y doy gracias a Dios -señala sonriendo-. Si he vuelto es porque no podía... -suspira.- no podía dejar las cosas así.

El ambiente por fin había cambiado. Ya no reinaba el odio, la violencia, la ira. Ahora sólo eran ellos mismos. Alphonse había abierto la puerta y Cordelia no iba a rechazar su invitación.

- Quiero volver aquí. A trabajar. Pero esta vez contigo, no para ti.
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Mensaje por Alphonse de La Rive Jue Nov 20, 2014 1:53 pm



Ya se había arrepentido de las palabras pronunciadas hacía apenas unos minutos. Era mostrarse vulnerable ante ella, la única persona que jamás -bajo ninguna circunstancia- debía verle en semejante situación. Él, Alphonse, había sido dueño de buena parte de su vida adulta. ¿Y para qué mentir? Deseaba seguir siéndolo. Deseaba que su particular Reina de Hielo permaneciera a su lado, que fuera de nuevo su prisionera -triste pero cierto. Alphonse poco sabía del amor, a excepción de una historia pasada que vivió en su juventud. Con ella, con Cordelia, no conoce nada más. Ni siquiera se puede imaginar que su relación vaya más allá del mutuo interés, del engaño y la traición. A lo que él realmente le importa es mantenerla a su vera, siempre que pueda, sin importar el medio-.

-Trece años, sí -dijo, contestando a las últimas palabras de la mujer-. Trece años repletos de rencor. Un rencor hacia mi persona. Como comprenderás... no soy fácil de engañar. No digo que sea algo imposible y más viniendo de ti, una de las personas que más me conocen... No, Cordelia. Puedes intentar engatusarme con tus dulces palabras, pero también has de recordar que yo soy una de las personas que más te conocen a ti-sonrió de lado, mirando a la señora Holtz de reojo-. Y que no se te olvide algo. Yo no te ofrecí un arma cuando llorabas la primera vez. Te ofrecí mi mano, para que te levantaras del mugriento suelo. Limpié tu piel de la sangre que derramabas. Salvé tu vida cuando eras una niña -mentiras y más mentiras. De acuerdo, si no fuera por él quién sabe cómo Cordelia hubiera acabado hace años... mas todo fue un plan ideado en su cabeza. Una de sus múltiples estrategias para acercarse a su marido, al dinero de su familia, y en definitiva, a su posición en la alta sociedad-. No puedo creer que estés aquí por un simple deseo de trabajo. Si aquella vez, cuando me envenenaron, me salvaste la vida sí fue por esa razón. Tu existencia dependía de un hilo que yo podía cortar en cuanto se me antojara. ¿Qué hubieras hecho sin mí, si hubiera perecido en aquel fatídico día? ¿Volver a los brazos de tu marido, Cordelia? -ah, su maldito nombre... le encantaba pronunciarlo, pero se le hacía extraño. Durante años no lo había dicho en voz alta ni una sola vez-. ¿Buscas vengarte, My Lady? -apretó suavemente la mano de ella en cuanto le tomó de ésta, acariciando suavemente la foránea piel con la yema de su dedo pulgar, para a continuación entrelazar sus propios dedos con los ajenos. Dijo el mote por el cual le llamaba en el diario. Ese nombre en clave creado por sí mismo, para no tener que ver ni siquiera la palabra Cordelia escrita en las hojas de un amarillento cuaderno-. ¿Sabes lo peor de todo, querida mía? Que soy incapaz de rechazarte. Sé que de esto, tal vez, no saldrá nada bueno... pero maldición... no puedo -de nuevo mostraba una de sus debilidades, ella. Vulnerable. Humano-. Has sido mi mejor compañera en todo este tiempo -y su única amiga, en verdad. Una amistad poco frecuente y rara, desde luego, pero... ¿qué era sino? Habían compartido tanto en tantísimo tiempo. Su rival pero también su única amiga-. Y por favor... Ten en mente los diez mandamientos... No tomarás el nombre de Yahvéh, tu Dios, en vano; porque no dará por inocente Yahvéh al que tomara su nombre en vano -terminó por decir, recitando uno de los pasajes del Éxodo. Luego, acercó la mano de la irlandesa, con los dedos todavía entrelazados, a sus propios labios para depositar en ella un pequeño y sutil beso; soltándose luego y alejándose de su persona -un beso de Judas, la antesala a otra traición, una más-.

Todo aquello, la reconciliación, la paz y el perdón le traían miles de recuerdos incurridos exactamente, trece años atrás en la historia.



-¿Hace falta firmar otro contrato, Cordelia? ¿O en esta ocasión las palabras que se lleva el tiempo bastan?



___________


Ciudad de Angulema, al sudoeste de Francia - 1787
Flashback.


La capa púrpura del archidiácono Alphonse De La Rive se movía al compás de su marcha, abrazándose al clérigo. No había ni una pequeña ráfaga de viento en las oscuras y húmedas catacumbas bajo la Catedral Saint-Pierre d'Angoulême. Todo el movimiento de los ropajes era provocado por él mismo, consciente del baile que celebraban junto a cada agitación de su cuerpo. En una de sus manos sostenía una copa de vino -Dionisio y él han sido inseparables desde que probó por primera vez este maravilloso néctar del monte Olimpo-, agitando su interior como tenía por costumbre, y ocultando su nariz en el cristal para que el aroma cegara sus sentidos, entrecerrando los ojos por ello antes de que entrara en contacto con sus impacientes labios. El eco provocaba la resonancia de cada paso que daba, repitiéndose por cada rincón del lugar, más allá de lo que sus ojos podían ver en aquella oscuridad. De vez en cuando miraba hacia atrás, asegurándose de que todo iba viento en popa, que sus planes -como de costumbre- salían según lo previsto.

Dos hombres pertenecientes a la guardia del obispado; vestidos también de púrpura y negro -el color de los archidiáconos y los obispos, una gozosa combinación para quién pudiera presenciarlo-, llevaban a rastras a una joven mujer; sosteniendo también, cada uno, unas antorchas que creaban una penumbra todavía más incómoda, más irreal y fantasmagórica. Los pies de ella no daban una sola pisada en el suelo a diferencia de los otros tres hombres, sino que  parecían carecer de cualquier tipo de fuerza. Por otro lado, su rostro quedaba cubierto por su largo, rizado y azabache cabello. Nadie de los presentes podía presenciar como un ahogado llanto yacía en su interior, cómo sus lágrimas se desprendían de sus ojos, creando un velo de dolor.

Una vez vista esa escena, el archidiácono continuó con su marcha, dejando que sus botas de cuero acabaran cubiertas por la suciedad de los charcos y el barro de los subsuelos -mientras que ella se hundía más y más en la inmundicia, expuesta ante ella-. Una gota de la humedad que habitaba en el techo de la estancia se precipitó en busca de un lugar donde morir, cayendo de hecho sobre la nariz de Alphonse, quién rápidamente paró en seco; suspirando por las cosas que debía hacer en nombre de Dios y bajo orden de la Iglesia. Bebió algo de la copa -sólo un poco, lo mejor se lo reservaba para el espectáculo que sobrevendría en unos instantes-, y se detuvo delante de una portezuela, la cual abría el camino hacia un calabozo. Hizo un movimiento con la cabeza a uno de los hombres que estaban bajo su mando, indicándole que abriera la susodicha puerta. Éste, sin decir nada y comprendiendo de inmediato el gesto de su superior, hizo lo que se le había ordenado; dejando que el capellán -por supuesto- entrara antes. Y de pronto sintió que el mal olor le propinaba un buen puñetazo. ¿Cuánto tiempo hacía que ningún ser humano se dejaba ver bajo la ciudad, en las catacumbas? Movió rápidamente su mano libre, intentando disipar lo nauseabundo de la situación, apartando algunas moscas que revoloteaban en el ambiente.


Con una indiferencia que rozaba lo despreciable, vio como ellos dejaban tirada a la pobre mujer, como la arrojaban hacia el suelo. Ella intentaba sobreponerse, levantarse, pero le fue imposible. Mientras tanto, el Cardenal echaba un vistazo a ambos lados del túnel, procurando que nadie les espiara. A continuación les dio una última orden a los guardias:


-Adelante, caballeros -bebió otro poco de la copa-, pueden proceder con el ajusticiamiento, con el castigo impuesto para esta adúltera y pecadora mujer. Despojadla de su ropa.


Las palabras podían ser duras -sobre todo teniendo en cuenta que Alphonse era plenamente consciente de que la chica era inocente-, mas no las dijo con un tono de desprecio o burla sino que se notaba su impasibilidad en ellas. Como si todo aquel juicio y el próximo castigo fueran algo más en su rutina, su día a día. Los terratenientes firmaban contratos, los banqueros firmaban escrituras y Alphonse firmaba condenas. La suerte para los ajusticiados es que el clérigo sólo se encargaba de eso, el -tal vez- traumatizante acto de ejercer la condena -tirar de la cuerda para ahorcar a alguien, accionar la palanca de una guillotina... o, como en este caso, sostener un látigo que desgarra pieles ajenas- era realizado por otros. De esta forma Alphonse mantenía su conciencia tranquila, se mentía a sí mismo. ¿Eso demostraba; esa pizca de arrepentimiento; que no era tan cruel como él mismo se consideraba, y cómo le consideran los demás?

Los guardias del obispado no dudaron ni un mísero instante; no se les pasó por la cabeza negarse a las órdenes de quien estaba situado en una jerarquía superior. Arrancaron la roñosa prenda que ella llevaba puesta, exhibiendo sus pecados ante él -quien se relamió los labios, inconscientemente-, ante Dios, ante la representación de éste en la Tierra. Y cómo es lógico su cuerpo desnudo quedó completamente al descubierto. El eclesiástico dejó la copa -aún quedaba algo del néctar divino- sobre el saliente de la única ventana que había en el calabozo -ventana con unas rejas para que, como en aquella ocasión, la intensa luz proyectada de la luna dejara unas sombras entrecortadas sobre el suelo, la sombra de las rejas, de la prisión-. Luego se acercó a la chavala, agachándose hasta su altura. Posó dos de sus dedos sobre la barbilla ajena para alzar su rostro y así apreciar mejor el terror que la chica procesaba, sus ojos enrojecidos a causa del llanto. Se aproximó todavía más para susurrar en su oído:


-Dolerá. Cada latigazo será peor que el anterior... Debes resistir, ¿de acuerdo? Sé que eres inocente... y por eso esto, aunque ahora no lo veas o lo creas, es tu salvación -depositó un pequeño beso sobre su frente para añadir posteriormente-. Perdóname.

Ah, esas dotes de interpretación... Se le daba muy bien, aunque sonara ególatra. El sufrimiento daría paso al refugio y la confianza.

-¡El dolor expirará los pecados! ¡Dios ahora mismo nos está observando desde las alturas! -gritó, fingiendo una devoción y unas creencias que poco tenían que ver con él. Asintió luego, mirando a los guardias, volviendo a tener la copa en su mano, dando el último trago.

Y uno de ellos agarró con fuerza el látigo, sosteniéndolo antes de desgarrar, por primera vez, la impoluta piel de Cordelia, dejando la primogénita cicatriz, la cual daría paso a muchas más.
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Mensaje por Cordelia Holtz Jue Nov 20, 2014 6:26 pm

"Dios te salve María. Llena eres de gracia..."

¿De qué servían las pataletas, los gritos, los llantos...? La primera vez no fue fácil. Ni siquiera fue como a Cordelia le hubiera gustado recordarla. Con algo más de entereza, de orgullo, de altanería propias de aquel que acepta su destino como alguien fuerte y que no tiene miedo a morir o al dolor. Alguien imbatible, invicto, invulnerable, indomable... todo aquello que ella no era a los veinticinco años, pero que aprendió a ser después. O al menos finjía serlo. Una personalidad nueva motivada por vicisitudes pasadas (como esta) y que le valió en adelante su título de Reina de Hielo.

"El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres..."

Sólo podía preguntarse qué había hecho mal, rezar a aquel Dios del que siempre había desconfiado y esperar que este le procurara alguna clase de milagro que no sólo la salvara, sino que le enseñara su auténtico camino de una vez. Un camino que la alejara de la soledad del que vive casado, o más bien atrapado. Del que rechaza el amor tanto como lo busca. De la que se asfixia entre muebles, ropajes, telas, costuras, y ansía vivir... pero no morir.

"...y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús."

El juicio. El camino hacia el calabozo. Todo pasó rápido. Sin embargo, cuando rasgaron su vestido, el asunto se tornó más espinoso para ella y su pudor. Al fin y al cabo, ¿qué pudor puedes mantener cuando estás apunto de ser azotada? Normalmente esa preocupación desaparece con el primer latigazo.

"Santa María, Madre de Dios..."

Uno de los presentes se acercó a la chica. Era el Arzobispo. Su rostro gentil había truncado las malas maneras con que había ordenado despojar a la chica de sus ropas. Ahora sólo quería ayudar. Una ayuda que Cordelia no pasaría por alto. Una ayuda caída del mismísimo cielo. Un ángel enviado por Dios para curar sus heridas y procurarle únicamente el castigo merecido. ¿Por ser infiel? ¿Infiel? Nunca había sido tal cosa. Quizás el castigo venía de otro acto. Algo tan lejano que ni siquiera recordaba. Algo que en su momento no fue castigado y que ha estado postergándose hasta aquel día.
Aquel hombre le dedicó unas palabras, le advirtió sobre lo que estaba apunto de acontecer y finalmente besó su frente alzando la voz como señal de que el castigo de Dios estaba apunto de llevarse a cabo y de que después de este, el marcador estaría a cero de nuevo.

"... ruega por nosotros, pecadores."

No podía aguantar. Sólo eran cinco latigazos y se le fueron propinados con más rapidez de la cuenta, pero cada uno dolía de una forma inimaginable y duraba eones. Pocas veces abría los ojos. La espalda sin embargo, la arqueaba casi constantemente y de forma mecánica. El motor era el dolor.
Una vista agradable para el Arzobispo, por supuesto. El cuerpo de Cordelia pertenecía claramente a una mujer criada entre sedas, algodones y terciopelo, de eso no había duda. Piel perfecta, suave, rosácea... su falta de ropa y el arqueamiento involuntario de su espalda hacían la figura de esta apetecible en exceso. Y de eso Alphonse de La Rive sabe mucho. Excesos. Desgraciada y oficialmente, su celibato le impedía adquirir ninguna clase de conocimiento carnal. Extraoficialmente... eso ya era otra cosa. Pero mirar... ¡ay, mirar! Nadie le quitaba de deleitarse con la visión de aquella mujer.

"...ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén."

A Cordelia no le quedaba más esperanza. Rezaba al Dios en el que no creía para que todo aquello acabara y finalmente, sin llevar la cuenta de los golpes, sin cotejar el dolor de cada latigazo, la sangre,... se desmayó.

¿Qué haría Dios ahora? ¿Qué haría Cordelia ahora?
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Mensaje por Alphonse de La Rive Vie Nov 21, 2014 5:45 pm



Para Alphonse, el dolor causado por los latigazos no le era ajeno. En sus tiempos en el seminario, en Montreal -cuando aún era un ferviente creyente gracias a las comidas de tarro a las que era sometido por parte de los sacerdotes-, era alguien muy cercano al  dolor. Mortificación, ésa era la palabra. La doctrina católica dicta que se puede llegar a ser un santo, a expiar los pecados, gracias al sacrificio mental y corporal causado por uno mismo. Una unión divina con Dios y su hijo, Jesucristo, quién fue condenado para salvarnos a todos. La flagelación no es que sea una práctica habitual entre los cristianos -solo entre los más serviciales al Señor-. Y sin duda, en su adolescencia -antes de que se le cayera la venda de los ojos-, de La Rive era uno de ellos. Quería llegar a sentirse como todos los mártires muertos, quería llegar a ser un santo y tener alguna especie de revelación celestial. Mas nada de esto funcionó y todavía, después de tantos años, se siente imbécil ante su propia estupidez -solo era un niño, ¿verdad? ¿No podría perdonarse a sí mismo aquella santa devoción?-. Los latigazos que él mismo se daba clavando sus, por entonces, inocentes ojos en la cruz dónde su Señor había perecido. Y las cicatrices que aún seguían en su espalda, inalterables en el tiempo.

Eran ensordecedores. Los gritos que salían de la boca de la muchacha traspasaban el corazón del archidiácono, logrando que éste latiera más rápido de lo normal. Cuando el látigo entraba en contacto con la pobre e inocente muchacha, esta chillaba del dolor que le era provocado y su piel era desgarrada de su cuerpo. La escena, obviamente, no era nada agradable, a pesar de que muchos otros se deleitaban presenciando o ejerciendo tal acto. La víctima de rodillas, mostrándose inferior al resto de los que se encontraban, dejando que sus vergüenzas e intimidad fueran conocidas por todos. Las burlas, las risas por los gritos y la congoja ajena.

No obstante, como sucedía con las ejecuciones públicas, Alphonse de La Rive no compartía aquel entretenimiento. Se podría decir que era un hombre adelantado a su tiempo; sí, inclusive teniendo en cuenta su pertenencia a la Iglesia. No creía que el adulterio, la prostitución o el libertinaje debieran ser castigados -y menos aún por los representantes de Dios. ¿Qué iban ellos a decir sobre el placer sexual cuando no podían disfrutarlo en honor a la abstinencia, en su búsqueda de purificar el espíritu por medio de la negación de los goces terrenales?-. En resumidas palabras: indiferencia. Se había acostumbrado a todo aquello y ahora, las imágenes de hombres y mujeres torturados no era algo que a él mismo le torturara por las noches. La Inquisición, creada hacia siglos y aún entre la humanidad. ¿Cuándo llegaría el fin de la era del Santo Oficio? ¿Están justificados sus horrores con el fin de la brujería, del Mal provocado por el que fuera el predilecto de Nuestro Señor?

De La Rive observaba cada latigazo inalterable, esperando que el martirio acabara. Y, cuando la muchacha había recibido el número de latigazos impuestos por ley, se desmayó. Su cabeza dio de lleno contra el suelo y su cuerpo desnudo acabó cubierto de sangre y suciedad. El archidiácono suspiró, sacudiendo la cabeza y diciendo a los guardias del obispado:


-Ya sabéis lo que debéis hacer. Adelantaros a mí y decidles a las hermanas que vayan preparando lo acordado -se arrodilló para estar a la altura de la mujer, dejando una mano sobre su cabello y colocando un mechón de éste tras una de sus orejas, para dejar su rostro a la vista. Parecía que lloraba incluso inconsciente- . Ah, y al chófer, que nos espere o no cobrará. ¿Lo habéis entendido, caballeros?

Ellos asintieron de inmediato -temían al archidiácono. No eran idiotas, después de todo-. El eclesiástico les hizo un gesto con la cabeza, indicándoles que podían irse. Y así lo hicieron.

-Ahora solo quedamos tú y yo solos, ¿hm? -susurró, a sabiendas de que ella no podía escucharle.

Seamos sinceros, todo aquello, todo lo que había hecho por ella, lo que estaba haciendo y haría no era por compasión -ni muchísimo menos-. El actual cardenal no actuaba sin motivos -motivos que eran, básicamente, en su beneficio-. Una mujer de alta cuna a la que salvaba de la ruina. Ella le debería su salvación por siempre.

Se quitó la púrpura capa que llevaba como archidiácono que era y cubrió a la chica con ella; envolviéndola con  ésta, cubriendo su desnudez y arropándola con cuidado debido a sus heridas y lo destrozada de su piel. A continuación, la recogió en brazos; dejando que pudiera apoyar su inconsciente cabeza sobre su hombro. Chasqueó la lengua ante todo lo que tenía que hacer y salió del calabozo. Los pies de ella, inertes en el momento, se movían a cada paso del capellán. Él no la soltó hasta que salió de las catacumbas, hasta que salió de la catedral y depositó el cuerpo de la muchacha dentro del carruaje -el chófer había sido contratado por él, de modo que nunca diría nada sobre lo acontecido en aquel templo del Señor-. El clérigo se sentó al lado de la desfallecida, acariciando su azabache cabello, con su cabeza dispuesta sobre las rodillas del mayor.


-Al centro de la ciudad, rápido -le dijo al cochero, quien obedeció rápidamente, azuzando a los caballos para que fueran lo más veloz que pudieran.

De La Rive echó un vistazo hacia atrás cuando el carruaje comenzó a moverse; la imagen de la Catedral Saint-Pierre d'Angoulême se iba haciendo cada vez más pequeña según se alejaban de allí, hasta que finalmente desapareció por completo de sus ojos. Sonrió de medio lado, posando entonces su mirada en la joven -aún desmayada-, y el supuesto religioso paseó la yema de sus dedos por el cabello de ella, peinando éste con un extraño cariño -¿habría algo de compasión en él?-. Oh, pobre muchacha, pensaba, había salido de un atroz juicio para acabar en sus brazos. En los brazos del que podía ser el propio Demonio.


___________


Por aquel entonces Alphonse de La Rive vivía en un inmueble perteneciente a la Iglesia. A él le habían cedido un piso entero, y allí es dónde habían acudido tras su escapada de la catedral. En cuanto llegaron a la habitación del religioso, las monjas con las que Alphonse había hablado tenían preparado un arsenal de antibióticos, alcohol para las heridas, una cama limpia y reluciente, más ropa apropiada -aquella capa no era muy acorde a una mujer de su categoría-. El clérigo había depositado a la muchacha inconsciente en la cama, de modo que las hermanas hicieran el resto del trabajo -después de todo eran enfermeras y él poco sabía sobre medicina-.

Limpiaron sus heridas, retiraron la piel desgarrada y vendaron el daño que le habían causado -el daño psicológico tardaría más en curarse-. Mientras tanto de La Rive pululaba por el lugar. Le echó un ojo al alcohol que usaban para desinfectar -un whiskey realmente apetitoso- y se sirvió un generoso vaso ante las miradas descontentas de las mujeres. Durante aquel proceso de curación ella no despertó. Las monjas salieron de la estancia, dejando descansar a la muchacha. Fue entonces, una vez finalizado su trabajo más arduo, cuando una de ellas cogió del brazo al clérigo para llevárselo fuera de la habitación.


-Nos está condenado a todos con este acto -dijo sin más, clavando su mirada sobre el hombre.

Alphonse no sabía qué decir, no sabía ni a qué demonios se refería.


-¿Disculpe? -le dijo, bebiendo del tercer vaso de whiskey que se había servido a lo largo de la noche-. ¿A qué se refiere, hermana?

-¡Es una pecadora, monseñor! -gritó, enfurecida y perdiendo los papeles mientras señalaba a la habitación-. ¡Estamos ayudando a una pecadora, a una… adúltera! ¿Qué pensará nuestro Señor sobre esto? ¡Él nos está observando ahora mismo, siempre lo hace! Usted… usted no le ha dado el castigo merecido. Su marido fue avergonzado delante de todos. ¡Esa mujer debería ser desterrada! No le ha retirado su título, ni sus tierras… ¡Es una cualquiera, no una aristócrata!

Ya estábamos… pensó el clérigo, poniendo los ojos en blanco. Sospechaba que pudiera pasar algo así.  Algunas de las monjas eran todavía más radicales en sus pensamientos que los propios sacerdotes.

-Ha sido castigada. ¿Cree que los latigazos no han sido suficientes? ¿Está poniendo en duda mi buen juicio, hermana? -le devolvió la mirada querellante, alzando una ceja e intentando sonar lo más amenazante posible. Estaba cansado, muy cansado de tener que soportar a mujeres y hombres completamente ciegos ante la realidad en la cual vivían- . ¿No sufrió Jesucristo en la cruz? ¿No sufrió Él también, en sus carnes, los latigazos que destrozaron su cuerpo, como esa joven de la que han estado cuidando, hermana? -recalcó esa última palabra-.

La monja montó en cólera.


-¡¿Está comparando al Hijo de Dios con una meretriz?! ¡Eso es herejía, monseñor! -el clérigo se rió ante su acusación. ¿Herejía? Cuan estúpidos podían ser los Siervos del Señor…-.

-Me puede decir, hermana… ¿qué era María Magdalena? ¿Acaso ella no era una prostituta, y aún así Cristo la acogió? ¿Y qué me dice de los ladrones, los leprosos? ¿No los acogió Él también, entre sus brazos? -sacudió la cabeza, acabando el whiskey que le quedaba y volviendo a la puerta de la habitación, dejando la mano sobre el pómulo de ésta- . Recuerde sus palabras. Quizá deba regresar a la lectura del Nuevo Testamento. Ya sabe, para refrescar la memoria.

La monja quedó allí plantada, ofendida; muda y sin saber qué decir. El archidiácono, satisfecho, abrió la puerta. Y justo tenía a Cordelia delante. Se había despertado, aturdida, sin saber dónde se encontraba o qué había pasado. ¿Habría escuchado las acusaciones lanzadas entre la hermana y el eclesiástico?
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Mensaje por Cordelia Holtz Lun Nov 24, 2014 5:55 pm



Primer latigazo.

Hugh Ralston estaba de pie, al lado de la puerta y con una copa de vino en la mano. Está tan guapo esta noche -pensaba Cordelia.- Ojalá se fijara en mí.
La joven princesita acababa de dejar los cálidos y acogedores brazos de su madre y se dejaba ver con timidez en las fiestas que se organizaban para la alta sociedad. Sus rodillas todavía temblaban cuando tenía que asistir a una. El vestido, las formas, el baile... y los chicos. Esos escurridizos animales que se agrupaban en manadas -no más de cuatro o cinco chicos por grupo.- para seleccionar a su próxima presa. Esa no tiene pecho, esa es una estrecha, esa... ¿quién es esa? -se preguntaban los chicos mirando a Cordelia, embobados. Admitamos que la pequeña de los Holtz no era una belleza, pero cuando sonreía todas aquellas rarezas de su rostro desaparecían y la armonía inundaba a aquel que la admirara.
El más guapo de todas aquellas bestias -pues el hábito no hace al monje.- era Hugh Ralston. Ralston estaba acostumbrado a hacer lo que le venía en gana y desconocía el sufrimiento que causaba. No tardó en pasar por encima de sus compañeros y acercarse a Cordelia. Esta, como la niña tonta que era por entonces, se sentía la mujer más afortunada del mundo sólo porque Ralston hubiera posado sus lindos ojos en ella. Ni siquiera hizo caso a sus amigas cuando le advirtieron, pues Ralston se había enamorado de ella y no había más de que hablar.
Pasaron los días y el joven seguía insistiendo. Rondaba por la mansión de la joven, dejaba en su puerta hermosos ramos de flores, le dedicaba los más hermosos poemas -escritos no de su puño y letra.- y la hacía sentir la mujer más afortunada del mundo. Cordelia estaba postrada en un lecho de rosas y las espinas eran prácticamente invisibles -que no inexistentes-. Sin embargo, una vez obtuvo de ella todo lo que quiso, su desprecio se hizo palpable. La indiferencia, la tosquedad con que la trataba... todo actuaba como arma y la víctima era el corazón de la chica.

Segundo latigazo.

El eco de Ralston no dejaba de acompañar a Cordelia y por mucho que ella luchara por olvidarse de él, no podía hacerlo. Había sido el primer chico con el que había estado y daba igual que él se hubiera aprovechado de ella. Había sido el primero y eso no cambiaría.
Sólo tenía dos formas de superarlo. Una era llorar -cosa que hizo durante un tiempo.- y la otra era buscar algo que la entretuviera. Hubiera sido de tontas haberlo pasado tan mal y obcecarse en encontrar a otra persona tan pronto y más aún, para mitigar el dolor todavía existente. De esa manera, las clases de piano se convirtieron en algo muy útil no sólo para llorar sin derramar lágrima -cosa que le vendría muy bien en algunos momentos de los años venideros.- sino porque en esas clases conoció a Peter Benett.
Benett no era más que un profesor, pero habilidoso al piano como el que más, y dado el reciente interés que ponía Cordelia en la música, no podía evitar que algo de ese interés recayera sobre el hombre que la estaba instruyendo en dicho arte. Al principio no notó nada. La sonrisa de ella le parecía siempre encantadora pero pensaba que era así por naturaleza, no imaginaba que hubiera ninguna clase de motivo detrás para proferir una sonrisa tan hermosa, menos que fuera él. Con el tiempo comenzó a sospechar. A ella no se le daba muy bien ocultar sus sentimientos y observando anonadada el trato amabilísimo de su profesor, empezó a intuír que el sentimiento era recíproco y que no sólo era cortesía lo que motivaba su comportamiento.
Un día simplemente le besó. Las absurdas esperanzas que había depositado en el cariño que su querido Benett estaba a punto de devolverle con aquel beso de amor no fueron más que elucubraciones alimentadas por la imaginación y la falta de cariño de la joven.

Tercer latigazo.

Con el calor llegó el verano y con este un nuevo amor. Se trataba de un chico que recién acababa de mudarse a Lismore. El muchacho se llamaba John y su familia, los Blanchard, tenían mucho dinero. Ellos ya habían apalabrado el futuro del joven sin contar siquiera con él. A los cinco años se decidió que daría clases de violín. A los diez ya tenía plaza en las mejores instituciones superiores, aquellas que podrían garantizar el futuro y porvenir del pobre chico. Antes incluso que todo eso, teniendo este unos dos o tres años, sus padres ya habían convertido a Anna -la hija de los mejores amigos de estos.- en la futura prometida de su hijo.
La decepción que se llevaron cuando supieron que su pequeño -no tan pequeño.- ya había entablado amistad y algo más con una de las habitantes de Lismore, no fue cosa de broma. Ellos lo habían hecho todo por ellos. Habían propiciado encuentros en más de una ocasión entre él y Anna sin vigilancia alguna o cualquier rastro de padres, sólo con la intención de que entre ellos surgiera algo y poder cumplir su deseo de verlos juntos y felices.
Al principio esperaban que el capricho de su pequeño pasara pronto. Sin embargo, al no ver cambios ni mejoras con respecto a la relación que este mantenía con Anna, se tomaron la situación de otra manera. Prohibieron a su hijo ver a Cordelia, pero John no hizo caso. Los dos amantes se seguían viendo a escondidas y simplemente un día, sin previo aviso, los Blanchard se mudaron. Al principio cartas. John fue el primero, pues conocía la dirección de Cordelia y esta de él no -como es lógico, al desaparecer sin más-. Después cesaron y nunca más se ha vuelto a reanudar.

Cuarto latigazo.

Existe un hombre del que Cordelia nunca habló. Ni su madre, ni sus amigas, nadie sabía de él.
Simplemente el cuarto latigazo, el cuarto clavo en su cruz y nada más. Si ella no quería contarlo, ¿por qué hablar de él ahora?

Quinto latigazo.

El peor de todos. No porque sea propinado con más fuerza que los anteriores o deje una marca más profunda, sino porque descansa sobre marcas que todavía no se han curado y que siguen ocasionando dolor.
Tener marido sonaba genial. Cordelia pensaba en sus padres. Ellos eran marido y mujer y nunca conoció a dos personas más felices juntos que a ellos. Cuando se recostaba sobre su brazo derecho y miraba por la ventana, siempre se preguntaba cómo sería ese hombre. El idóneo para casarse, aquel que ganaría su amor y le daría todo aquello que ella siempre había querido. Pero con el tiempo las cosas se tornaron un poco a disgusto de todos. La hacienda se empobrecía por momentos y un día un hombre contactó con ellas. El interesado -pues no hay otra forma de llamarlo.- en llevar los negocios de la familia mostró pronto sus dotes y aunque al principio no pidió nada más que acomodarse en la hacienda durante un tiempo, pronto admitió que lo que realmente le interesaba era la mano de la joven. Al principio lo rechazó, pero él amenazó con volver a dejar a su familia como estaban antes de su llegada, así que después de mucho batallar, Cordelia aceptó con la esperanza de poder llegar a amar a ese hombre algún día como amaba a aquel hombre que no conocía, pero con el que soñaba siempre que miraba por la ventana recostada sobre su brazo derecho.
Como lo odiaba ahora. Condenada a un delito de adulterio sólo por capricho de él, sólo por su lengua viperina y ese orgullo que perdió hace tantos años como ella empezó a pisotearle. Eso era lo que él no soportaba. Como ella le miraba, como si no fuera nadie.

Un sexto latigazo llegaría con el tiempo. No propinado propiamente dicho, sino de forma metafórica y progresiva. Poco a poco y día a día. Desde luego en la misma materia, sino similar. El latigazo definitivo para la transformación de la princesita en Reina. Reina de Hielo.



_____________________



El dolor, el dolor. Ese maldito dolor. La espalda le ardía. Daba igual el tiempo que hubiera pasado. Le ardía y a partir de ese día le ardería para siempre. Lo sabía de sobra. Las vueltas en la cama eran un deporte de riesgo, pues la espalda estaba a la vuelta de la esquina y el contacto no era agradable. Por el contrario las sábanas, aquellas sábanas tan deliciosas. No recordaba haber comprado nunca unas así. Ni su tacto. Hacía ya mucho que no vivía las opulencias que eran propias de ella y de su familia cuando era más pequeña. Su olor también le era desconocido. Un olor realmente fuerte. Una mezcla entre vino y algo que no pudo descifrar. Pronto se daría cuenta de que aquella no era su casa. Sorprendida pues, levantó los párpados, la cabeza y finalmente el tronco. ¿Dónde estoy? -se preguntaba mientras oteaba la habitación. Cansada de esperar, posó los pies en el suelo y anduvo de un extremo a otro de la habitación curioseando todo aquello que se ponía en su camino. ¿Estaría muerta y aquello sería el cielo? Al fin y al cabo los ventanales eran enormes, había muchísima claridad y más de una cruz.
Curiosa y deseosa por saber más, Cordelia se dirigió hacia la puerta. La intención de abrirla desapareció de su cabeza cuando vio que se abría sola. ¿Sería Dios?

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Mensaje por Alphonse de La Rive Sáb Nov 29, 2014 4:05 pm



Era todo lo contrario a Dios. Era uno de esos ángeles caídos, quiénes se habían precipitado desde el Reino de los Cielos hacia el Inframundo, creando allí su propio Paraíso bajo la furiosa mirada del Señor. Alphonse de La Rive era uno de esos seres, un demonio bajo apariencia humana, un ser que solo se preocupaba por sí mismo y la destrucción que causaba a su alrededor. ¿Quiénes son los ángeles y los demonios? ¿Hermosos asexuados con alas en sus espaldas, monstruos compuestos por partes de diferentes animales? No. De La Rive no creía en eso. Para él los ángeles y los demonios somos nosotros mismos, gracias al libre albedrío de Nuestro Señor podemos escoger en qué convertirnos. Y él escogió ser uno de los peores diablos. Por desgracia aquella chiquilla se había cruzado en su camino y no saldría bien parada al haberse encontrado de bruces con el perverso Cardenal.

-Señora Holtz… -murmuró el eclesiástico, mostrando una cándida sonrisa, una sonrisa que de inocente solo tenía la falsedad del archidiácono y sus grandes dotes interpretativas-. Ha estado dormida durante varias horas… Algo que no me extraña, dadas las… bueno, ya sabe. Dadas las circunstancias -el religioso miró de reojo a la hermana, para añadir por último-. Traigan la comida, por favor. Y recuerde, no más intromisiones en mi trabajo.

La monja asintió, dedicando una evidente mirada de desprecio a Cordelia, antes de desaparecer del lugar arrastrando su hábito negro por el suelo. De La Rive observó como la mujer se iba, para entonces tomar de la mano a la irlandesa y llevarla de nuevo dentro de la que era su habitación, cerrando las puertas de ésta para que nadie osara importunarles.

-¿Se encuentra mejor tras los cuidados que le hemos brindado? -le preguntó guiándola hasta la cama, esperando que la joven se volviera a acomodar. Vio la botella de whiskey, la cual aún permanecía sobre la mesita de noche, y se sirvió un más que generoso vaso -sí, otro más-. Removió suavemente éste para dar un trago posteriormente y sentir el resquemor traspasar su esófago-. Espero que sí. Es lo menos que nosotros podemos hacer por usted, señora… Y con nosotros me refiero a la Iglesia. ¿Sabe la imagen que podríamos dar al ofrecer nuestra ayuda a una señora… como usted? Oh, no, no, no… -se relamió los labios, tras otro largo trago- . Yo no creo que usted sea una adúltera -demasiada información de golpe para la pobre muchacha. Y eso era lo que Alphonse pretendía; desorientarla, aturdirla. Que estuviera lo suficientemente confundida para quedar atrapada en su tela de araña, sin ninguna posible escapatoria- . Pero los que son conocedores del castigo que le ha sido infligido, sí lo creen. En fin… -sonrió otra vez a Cordelia, yendo luego hasta uno de los formidables ventanales, apartando sutilmente la cortina para poder deleitarse con sus súbditos paseando sin preocupaciones aparentes por las calles de la ciudad francesa. Y sí, él los creía súbditos. Después de todo, ¿no éramos todos siervos de la Iglesia? ¿Qué eran pues, ellos, civiles que se arrodillaban ante la imagen de Dios, ante los propios clérigos? Se rió internamente, alzando su copa en un mudo brindis hacia las calles antes de acabar el whiskey que hacía apenas unos segundos se había servido- . Usted no es como ellos -murmuró, refiriéndose a las personas que aún observaba con desdén, sintiéndose superior incluso al mismísimo Dios en el cual no creía ni por asomo-, ¿verdad?

Y entonces, justo en ese preciso momento, apareció una de las hermanas de la caridad trayendo consigo un plato hondo con una sopa de un olor no muy agradable en su interior, de la que salía algo vapor debido a que estaba recién hecha. El clérigo dejó el vaso sobre uno de los muebles que había por allí y se acercó hasta la monja para poder coger el plato con la sopa. Ella le miró contrariada, preguntando al superior:

-¿No…  debería de darle yo la comida a la… señora?

El religioso negó con la cabeza, haciendo un gesto con la mano para indicar a la novicia que se esfumara. Ella apenas se movió, de modo que la empujó -con suavidad, por supuesto-, y cuando la hermana estaba ya fuera de la habitación, en medio del pasillo, cerró la puerta en sus narices, para dar una vuelta sobre sí mismo. Se acercó hasta la cama de Cordelia, sentándose sobre ésta y cogiendo la cuchara, con un poco de sopa. Sopló para enfriarla, y luego le dijo:

-Estará agotada… ¿no? Tiene que comer algo…

Y de nuevo una falsa sonrisa. Una forzada pero convincente sonrisa. Todos conocemos la historia, al final la inocente Cordelia sí acaba atrapada en la telaraña del clérigo. Él pasa a alimentarse de ella poco a poco, sin que se dé cuenta. Hasta que irremediablemente no puede dar un solo paso sin apoyarse en el actual Cardenal. Una condena hasta el final de sus días.
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Mensaje por Cordelia Holtz Dom Nov 30, 2014 9:34 am

Unos ojos azules bien parecidos al color celeste del cielo del que prometían haber salido. Párpados caídos, ojeras del demonio, ceño fruncido, una mueca de sorpresa, marcas de edad surcando cada rincón de su cara, pelo y barba grisáceos y media sonrisa que decía: Empieza el show.
Así era aquel hombre con el que Cordelia se había encontrado, aún dudosa de quien era ella, de donde estaba y de quién era él.
La novicia abandonó la habitación bajo las órdenes del Archidiácono no sin antes dedicar una mirada de desaprobación hacia la joven. Mirada que causó en esta cierta curiosidad, pues no sabía si se la merecía o si simplemente las monjas eran recelosas de toda aquella mujer que pisara los aposentos del religioso.

- ¿Circunstancias? - La joven todavía no había puesto en completo funcionamiento su cerebro y había áreas que se encontraban tan oscuras como los actos que escondían. Por lo que la incertidumbre la asolaba de una forma más que preocupante.

Aquel gesto, aquella mano, parecían transferir algo de confianza a la susodicha. Falsa confianza. Confianza que el Archidiácono necesitaba evocar en ella si quería que sus planes salieran según lo previsto.

- ¿Cómo yo? ¿Adúltera?

Cordelia no sabía si el dolor de cabeza que sentía era causado por haber dedicado tanto tiempo a Morfeo o por estar dedicándoselo ahora al Archidiácono. Ese hombre de Dios que no paraba de atosigarla con información nueva que ella necesitaba asimilar poco a poco. ¿Adúltera? ¿Habría cometido algo tan horrible? ¿Estaba casada? Si, lo estaba. De eso estaba segura. Sin embargo, la cara del hombre que compartía su cama le era todavía borrosa y desconocida. Supongo que es lo que sucede cuando pasas tantos años dándole la espalda a esa persona en el lecho. Demasiada información y demasiado poca al mismo tiempo. ¿Qué hacía allí? ¿Castigo? ¿La habían castigado? Claro, le dolía la espalda, tenía heridas. No paraba de tocárselas y le dolían. Aún así no sabía siquiera que magnitud tendrían estas heridas, que clase de dibujo formarían en su espalda... tampoco sabía si quería verlo. Estuvo apunto de preguntar al hombre que cariñosamente la había acomodado en aquel cuarto, pero ello requeriría deshacerse de sus ropas y que o este la contemplara también, o que abandonara la habitación. Y era algo que de momento no podía permitirse, pues tenía millones de dudas y él era el único en poder resolvérselas. Al menos en apariencia. ¿Alguien que no deja de beber alcohol puede resolverte muchas dudas? El alcohol no suele ser precedido por un comportamiento amable, muchas veces suele evolucionar en violencia, en lenguaje soez, en una inimportancia preocupante de las cosas... y eso si lo recordaba. Recordaba los estragos del alcohol.

Otra de esas novias de Dios arribó en la habitación. Esta traía un plato de sopa. O al menos eso parecía. Cordelia estaba hambrienta y ni siquiera le importó la clase de olor nauseabundo que parecía desprender. La mano de Dios al parecer no es de las mejores cocinando, no tiene ese toque celestial que esperas. Aunque tampoco era bien recibida por aquellas mujeres, así que no esperaba gran cosa. Al menos que no tuviera veneno. O no mucho, pues sus miradas desprendían ya de sobra.
De La Rive debió notar la incomodidad de la joven -pensó ella- y despacharla de mala maneras para procurar que el ambiente fuera lo más propicio posible.
Él mismo la alimentó. Cosa que a ella no le agradaba absoluto, pues todavía era autosuficiente.

- Le agradezco todo esto, pero creo que puedo comer yo sola. Si no le importa.

Y ahí apareció. Una única mirada más al Archidiácono, un poco de esfuerzo en esa cabeza suya que intentaba recordar de que conocía aquella cruz, aquellos ropajes, aquella falsa sonrisa.
De La Rive le ofreció el plato de sopa que tan segura parecía de poder engullir sola, pero la respuesta tardó en llegar. Los pensamientos, los sentimientos, los recuerdos... todo aquello y más pasaba por la cabeza de Cordelia mientras miraba a los ojos de aquel hombre que todavía no sabía lo que pretendía.
Hizo un gesto para coger el plato y simplemente lo volcó sobre de La Rive. Esperando que este entendiera que ya no había amabilidad que valiera.
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Mensaje por Alphonse de La Rive Vie Dic 05, 2014 3:21 am

Sinceramente, las monjas eran estúpidas. No le resultaría extraño al Archidiácono que alguna de ellas hubiera escupido en la sopa. Después de todo, cuando la comida era preparada para él, las novicias se esmeraban hasta límites insospechados, ofreciéndole manjares propios de reyes cada día -aunque en el fondo, si se piensa detenidamente, ¿no es él un miembro de la realeza? No de la realeza ordinaria, por supuesto. Esos son solo zopencos incapaces de dar dos pasos sin el apoyo de sus consejeros, gobernando en un país gracias a la suerte de haber nacido dónde nacieron. Él, de la Rive, era la realeza en la Iglesia. Hombres que gobernaban desde su posición como religiosos gracias al arduo trabajo que les ha sido llegar hasta dónde están. Sí, él es un rey. El rey de Francia en la oscuridad, sin que el populacho se dé cuenta de sus engaños y artimañas; actuando como un monarca debe hacerlo: desde la más absoluta discreción-. El olor nauseabundo penetraba dentro de él y le provocaba ciertas arcadas, a pesar de que el clérigo estaba más que acostumbrado a los malos olores -tantos años sirviendo a Dios... Alguna vez le tocó acudir a un comedor social, a un hospital lleno de moribundos para darles el sacramento de la extremaunción o a algún que otro cementerio repleto de apestosas fosas comunes, para dar el último adiós a las almas que aún quedaban en el camposanto -.

En fin, quería ganarse la confianza de la muchacha. Si eso implicaba soportar las malas artes de las monjas, o las habladurías del porqué tener a una muchacha en sus aposentos, lo soportaría. Todo fuera por su objetivo, por su deseo de ascender. Y sabía que con ella, con el plan que ya estaba en marcha, lo lograría sin lugar a dudas.

Pensaba en todo eso cuando, de pronto, la chica arrojó la sopa ardiendo sobre de La Rive. Quemaba, como era evidente al apreciar el vapor que desprendía. Cayó justo sobre los muslos del eclesiástico, quien por desgracia en ese instante no llevaba sus ropajes de cuero -una capa extra de piel hubiera paliado perfectamente el dolor de la quemadura-.


-¡Por Dios Santo! -blasfemó, rompiendo uno de los mandamientos y levantándose de la cama mientras sacudía sus púrpureos atuendos. Dirigió una mirada de enfado a la chavala-. ¿Es usted estúpida? ¿No ve que debería tener más cuidado? ¡Estaba ardiendo, de hecho aún está ardiendo!

Si quería ganarse su confianza, era obvio que gritando de aquella manera no lo lograría. Mas había perdido los papeles. Estaba enfadado y la quemadura era más que molesta. Respiró hondo, cogiendo una de las toallas que había dispuestas sobre la mesita de noche, y sentándose en uno de los sofás, intentó solucionar aquel estropicio.

-Perdóneme... Sé que ahora mismo he sido un poco... ¿cómo decirlo? ¿Inapropiado? -limpiaba la ropa de sus atuendos de seda, la mejor traída desde Oriente, mientras clavaba su mirada en la irlandesa-. No he querido ofenderla en ningún momento, téngalo en cuenta... no obstante el hecho de que me tirara la comida que nuestras hermanas han preparado con amor y cariño -mentira, obvio-, me parece... algo... irrespetuoso. ¡Pero en fin! -dejó la toalla de nuevo sobre la mesita de noche, acomodándose posteriormente en el sofá, cruzando sus piernas y entrelazando sus manos sobre las rodillas. Su mirada volvía a dirigirse hacia la aristócrata-. Su marido la denunció por adulterio. Tranquila, sé que es inocente -la sosegó, sonriendo de lado-. Sin embargo, su esposo tiene muchísimo poder, aquí en París. Sé que ha sufrido ya que para mi ser azotado no es algo desconocido, por desgracia -pasó a dejar una mano sobre el reposabrazos del sofá, dando unos golpecitos a éste con la yema de sus dedos-. Mas el castigo impuesto ha sido de lo menos severos que cabría esperar. No quiero alardear de mi compasión, pero si no fuera por mi intervención seguramente los latigazos hubieran sido públicos, a ojos de todos... El divorcio sería inminente y usted perdería toda su fortuna. ¿Sería eso agradable? -el rostro de Cordelia mostraba un evidente estupor , de modo que Alphonse se levantó, volviendo a acercarse a la cama-. Le he salvado la vida. Si no fuera por mí, habría acabado en la calle, sin nada, y su esposo se hubiera quedado con todas las ganancias y todos los terrenos que su familia posee, todo ese esfuerzo de mantener lo que su padre le dejó cuando pereció en aquel incidente... -sí, sabía de sobra que tiempo atrás el progenitor de Cordelia había muerto en un accidente. Ese accidente provocó cierta oscuridad en la vida de la por entonces niña, la precariedad de su hacienda se hizo más que evidente, y el imperio Holtz, todo lo que habían creado con arduo esfuerzo se derrumbaba ante sus ojos, quedando en manos de una mujer enviudada recientemente, sumida en una profunda depresión. De La Rive sabía que ese miedo seguía en el interior de la joven, el miedo a perderlo todo. Y esa pérdida o no estaba en manos del clérigo-. ¿Sabe lo que es vivir en la pobreza, señora Holtz? No, claro que no... ha podido tener problemas, pero no sabe lo que es pasar hambre, desde luego - una vez llegó a donde la joven reposaba, se sentó a su lado, cogiendo otra de las toallas que había sobre la mesita y remojándola en un cuenco de agua caliente que había a los pies de la cama-.  Me debe lo que será a partir de ahora, Cordelia. Y ya sabe... los favores hay que devolverlos. Hoy por ti, mañana por mí. ¿No es eso lo que suelen decir? -su sonrisa repleta de mentiras se acentuó todavía más, y en un rápido movimiento colocó la toalla caliente sobre la frente de la muchacha-. No es necesaria ninguna respuesta ya que, en verdad, no tiene otra opción, querida -¿sonaba amenazante? Tal vez. Pero todo aquello era real, la joven no tenía escapatoria. Él estaba situado en medio de la salida, de la escapatoria, bajo el manto que la Iglesia le ofrecía. Ella era simplemente una aristócrata irlandesa casada con un importante burgués francés... Y en aquel momento no estaban en Irlanda, sino en Francia-. A partir de ahora trabajará para mí -y te moldearé a mi gusto, pensó el clérigo, haciendo algo de presión con la toalla sobre la frente de ella y reposando luego esa mano sobre una de sus mejillas, acariciando esta con las yemas de sus dedos. Decidió que era una buena idea descansar sus labios acartonados sobre la nívea piel de ella; con una sutileza increíble sobre la comisura de éstos. Fue un mero roce, un veloz amago. No era un beso de atracción o deseo, ni muchísimo menos. En su gremio, la Iglesia, no era extraño ese saludo; también podía ser una forma de sellar un trato o una muestra de sometimiento ante el Papa. Un Beso de la Muerte. Una forma de firmar su condena, su contrato particular. Duró apenas unos milesegundos, y él pudo depositar su aliento sobre la pálida piel de la muchacha antes de apartarse y relamerse. No era un beso de lujuria, no, pero tampoco negaba que fuera sabroso. Quizá más de lo que se hubiera imaginado. En ningún momento apartó su mirada de ella, de modo que pudo apreciar su mueca de asco y volvió hacia el sofá, sentándose y cruzando sus piernas de nuevo-. Recuerde, por otro lado, que también estará bajo mi protección y, que gracias a ello, lo acaecido hace algunos días en las catacumbas, no le volverá a suceder jamás -ah, mentiras... aunque por extraño que pareciera, en aquel instante, de La Rive estaba siendo sincero. Él no había deseado que su relación hubiera acabado con el casi ahorcamiento de la mujer. Mas trece años tras lo que sucedió en aquella habitación es demasiado tiempo para seguir manteniendo una promesa de tal calibre-. No quiero sino ayudarle, Cordelia.

Y ahí permaneció, sentado en el sofá y jugueteando distraídamente con la cruz que colgaba de su pecho. La viva imagen de la ambición y el ansia de poder.
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Mensaje por Cordelia Holtz Vie Dic 05, 2014 1:10 pm

Que lástima lo de la sopa -pensaba Cordelia mirando todavía con la cabeza gacha pero fulminando con la mirada a de La Rive-. Pero está bien saber que cuando alguien aparenta bondad en exceso... bueno, digamos que no siempre es oro todo lo que reluce.

Seguía admirando al eclesiástico mientras se secaba con la toalla. Curiosa y confundida. ¿Qué hacía allí? ¿Querría algo este hombre de Dios? Y de ser así, ¿qué querría de alguien como ella?

Las palabras que salieron de la boca del religioso una vez acomodado en le sofá, esa boca bien escondida por el vello facial que la rodeaba, blanco, canoso, predispuesto de tal forma que impregnaba un halo de aristocracia al rostro de nuestro arzobispo, no fueron del agrado de la joven. Sabía de sobra lo que había sucedido con su marido, con el arzobispo, con todo. No era realmente necesario volver a ponerla en situación y una vez comenzaron las palabras y el recuerdo volvió, también la soledad. La soledad que había sentido en aquellas mazmorras, mientras su castigador le propinaba uno a uno los latigazos de su castigo. Recordó a su madre. Realmente la extrañó. Pero al mismo tiempo también la odió. La odió por haber dejado que se casara con un hombre semejante, un hombre que antepone todo bien económico a su querida esposa y que usa su sucia boca para soltar poco más que mentiras. Un bebé... por suerte Cordelia no había tenido que sufrir lo que era dar a luz a un hijo en una familia como aquella. Constantemente lo pensaba y no podía hacer otra cosa que alegrarse. Así, sin más, comenzó a odiar la idea de llegar a tener hijos nunca. ¿Para qué? ¿Para que acabaran como ella? ¿Con el corazón roto en mil pedazos por mil hombres, mil amigas, un padre que te deja, una madre a la que no ves nunca, sin ningún motivo para sonreír e incluso castigada injustamente? No, nada de hijos.

Le he salvado la vida, mi compasión, gracias a mi, mi intervención, mi, mi, mi,... todo sonaba como una promesa que tenía que cumplir si o si, un favor inevitable que auguraba únicamente daño, pérdida, ruina y sufrimiento, pero del cual ya no podía escapar. Una conciencia vestida de púrpura y con una cruz al cuello que moralmente la obligaba a cumplir con lo que era justo. ¿Y qué era justo? ¿Su castigo? ¿Eso había sido justo? Justicia, otra palabra abandonada en el cajón, al lado de Dios. Dos palabras que ya no significaban nada para la irlandesa, pero que seguían rondándola y siempre lo harían.

Cuando Alphonse de La Rive se acercó a la joven y guió sus labios para que se posaran en el rostro de esta, no se oían más que olas rompiendo sobre las rocas. Olas imaginarias y rocas imaginarias que chocaban dentro de Cordelia, encogiendo su corazón y haciéndola sentir aún más débil. Ese beso... hasta el arzobispo debió notar lo frágil que se sentía y lo fácil que le sería hacerse con la joven si únicamente le daba aquello que necesitaba en ese momento. Algo de calor humano, de cariño, de recogimiento y comprensión. Su cara podía dar signos de aversión y desaprobación por el beso obsequiado, pero cualquier velo es mejor que la pura verdad: que ello sólo sería parte de la cola que ayudaría a pegar los añicos en los que Cordelia se había transformado con los años, convirtiendo aquella pequeña figurita de época en una completamente distinta, con otro porte, otra mueca y otro interior.



_________________



Palais-Cardinal, 1800.
Actualidad.



Recuerdos y sensaciones pasadas regresaron a ella en contra de su voluntad. Demasiadas cosas acontecidas. Buenas, malas, ¿qué importaba? Estaba allí, ¿no? De nuevo delante de aquel hombre. De nuevo sin saber que hacer con nada.
Estaba apunto de pactar de nuevo con el Diablo, pero esta vez sabía perfectamente lo que hacía. Esta vez no sería ella la que saldría escaldada. De La Rive sabía de sobra que Cordelia no era trigo limpio. Él la había convertido en la mujer que tenía delante, por lo que sabía de sobra que un cara a cara con ella no iba a ser nada fácil. Mas no son escasas las veces que el alumno vence al maestro y de La Rive no podía dejar que esto pasara.

- ¿Otro contrato? ¿Esta vez serán necesarios papel y pluma o habías pensado en otra forma de sellar el acuerdo? - dijo acercándose cada vez más a de La Rive aprovechando la curiosa información que aquel diario acababa de proporcionarle. Casi al instante, los ojos de ella se posaron sobre los de él, en constante movimiento, en constante jugueteo. Primero un ojo, luego el otro, la boca, y vuelta a empezar. Al mismo tiempo, el acompañamiento de una sonrisa maliciosa y una ceja levantaba pretendían provocar y desafiar al Cardenal a ritmo de: atrévete.

Desde luego no era tan sencillo. La situación podría resolverse de dos maneras muy diferentes. Un beso que atrapara al Cardenal en la tela de la araña o un desprecio más que revelador, pues demostraría que un beso a la mujer sólo traería consigo una dolorosa estocada de la que no podría recuperarse.

Cordelia no estaba segura de cual sería la mejor resolución para sus propósitos, sin embargo tenía muy claro cual de las dos era su favorita.
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Mensaje por Alphonse de La Rive Vie Dic 05, 2014 8:07 pm



Poco a poco el reloj iba avanzando y con ello se fundían las velas que provocaban un aspecto macabro a la estancia; mostrando los rostros de ambos entremezclados con las sombras y las luces, en un claroscuro propio de las obras que colgaban de las paredes de la habitación. Obras deformes, sumidas en la penumbra, con rostros pidiendo casi auxilio, como si realmente tuvieran vida. Alphonse de La Rive se había quedado durante unos segundos sumido en la inopia, contemplando los trazos que su admirado el Greco había realizado siglos atrás. Retratos de clérigos, como él, exponiéndose en una especie de Inframundo. Podría sonar extraño, pero esas obras de arte le inducían ciertos escalofríos, un malestar general que podía durar varios minutos -incluso cuando ya había apartado su mirada de las representaciones artísticas-; de los cuáles disfrutaba. Sonrió de lado al pensar en ello, dirigiendo a continuación sus azules y cansados ojos a la mujer que le traía de cabeza desde hacía varios años -y podrían pasar mil años más, que él nunca lo reconocería en voz alta-.

¿Realmente el tiempo cambia a las personas? Se planteaba una y otra vez. Desde luego él poco tenía que ver con aquel chiquillo muerto de hambre que había viajado desde Francia hasta Montreal para convertirse en lo que es hoy, un alto cargo de la Iglesia Católica. Mas… ¿la maldad que ahora reside en él, esas ansias de poder y su poca o nula empatía ya existían en su interior, en lo más profundo de su alma, cuando no era más que un chaval? Simplemente no habían tenido una verdadera ocasión de mostrarse, sino que maduraron dentro de él hasta tiempo después. Sí, se preguntaba todo eso, y sus pensamientos consecutivamente pasaban a concentrarse en su particular Reina de Hielo. Cuando los dos se conocieron, Cordelia era una joven veinteañera desconocedora de lo terrible del mundo y de los que habitan en él. El Cardenal la retrató a su gusto, como el Greco había hecho con todos los personajes que aparecían en sus cuadros. Unas pinceladas allí y allá, las justas, para que la obra estuviera perfectamente terminada. ¿Era un artista de la manipulación, entonces? ¿Se había enamorado de su propia Creación? ¿Terminaría cómo el supuesto Dios al que sirve, repudiando lo que había creado con dedicación desmesurada?


-¿No has aprendido nada en todo este tiempo, Cordelia? -preguntó el Arzobispo, acercándose a las velas que se iban marchitando, paseando una de sus manos sobre éstas, de modo que la pequeña llama huía de él, desvaneciéndose con cada movimiento-. Siempre nos han dicho que las palabras se las lleva el viento, ¿cierto? Es más fiable todo lo que esté sobre un papel, de modo que cuando se es necesario, se pueda demostrar lo que uno desee… Mas, para mí, todo eso no es más que un inconveniente. No aspiro a que ninguna prueba de mis acciones pueda salir a la luz, por lo que prefiero la particularidad que tienen las palabras pronunciadas en viva voz -entonces le echó un vistazo a su diario. Aquello sí que era una muy buena prueba acerca de sus ilegalidades y malas artes; se daba cuenta de que si caía en malas manos podía ser su perdición. Conocía a la irlandesa, incluso aunque hubieran pasado más de dos años desde su último encuentro. Ella jamás utilizaría lo escrito por el clérigo en su contra-. Hay otro tipo de firmas alejadas de la pluma, ¿no crees? -apagó la vela con dos de sus dedos, logrando que aquel lugar del Palais-Cardinal se fundiera cada vez más con la noche. No se movió, dejando que fuera ella quien iniciara los primeros pasos en aquel pequeño enfrentamiento. Era consciente de lo que la británica había leído, y también de la ventaja que esto le ofrecía en contra del que fue su maestro y guardián.  Y, por fin, allí estaban. Frente a frente, como antaño. Ella apenas había cambiado en el transcurro de los años, seguía manteniendo su extraña belleza, y tal vez los únicos cambios físicos apreciables eran algunas incipientes arrugas junto a pequeñas manchas en la piel. Todo lo contrario a lo que el tiempo le había hecho al Cardenal, quien aún no llegaba a los sesenta años pero aparentaba tener todavía quince más. ¿El alcohol, tal vez? ¿Los malos vicios?-. Debes reconocer, querida mía, que me debes muchísimo, de nuevo. ¿Qué hubiera sido de tu vida si no te hubieras cruzado en mi camino? Oh, ya sé… -rió entre dientes, burlándose descaradamente de la que fue espía suya-. Encerrada en un palacio francés, alejada de tu familia irlandesa, viendo como un hombre alejado de la aristocracia juega con tu capital sin dejar que puedas ni tan siquiera opinar. Una mujer florero, quien atienda en los bailes, en las cenas… Sin poder tener hijos que te distraigan de tu impuesto aburrimiento por culpa del estéril de tu marido -incluso sabía acerca de la inutilidad del hombre con el que la mujer dormía. Lo sabía todo acerca de Cordelia, ella no podía engañarle-. Yo te ofrecí, te ofrezco aventuras, cambio, riesgo. Ningún día será igual que el anterior. Viajaste, conociste a personalidades con las que nunca hubieras soñado en tu otra vida de señora casada y sumisa… Placeres y aflicciones desconocidas para la mayoría -cada vez más cerca el uno del otro, fulminándose con la mirada, amenazantes-. No te olvides nunca de lo que ya te dije en una ocasión, de lo que ya intuías hace trece años, Reina de Hielo… -el Cardenal se acercó al oído de ella, de modo que el aroma de su Les Larmes de l'Aurore,  su perfume personal, se desprendió de la piel ajena e invadió sus sentidos. Una pequeña flaqueza tal vez apreciable, ya que sus ojos se cerraron y su percepción de la realidad pareció desaparecer durante unos segundos.  Susurró, a pesar de todo, con su ronca voz-. Eres mía, señora Holtz. Y lo serás hasta que uno de los dos sea arrastrado hacia el Infierno.
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Mensaje por Cordelia Holtz Sáb Dic 06, 2014 8:36 am

Las últimas palabras que el Cardenal musitó en el oído de la joven fueron desgarradoras.¿Y si tenía razón? ¿Y si no había vuelto para cumplir ninguna venganza? ¿Y si la venganza sólo era un pretexto que ella misma había inventado sin saberlo, volviendo en pos de una quimera? En ese caso, el hombre que tenía a su lado no estaba falto de razón. Sin embargo, Cordelia no podía creerse tal cosa. ¿Por qué ella misma actuaría en su propia contra? ¿Sólo por vivir aventuras? No, no era sólo eso y poco a poco consiguió atisbar de lo que se trataba. Tantos amores, parientes, compañeros, tantas personas conocidas en el camino de la vida, y sólo una que la atrapaba de esa manera, no por su labia o sus artimañas -Contratos a mí pensaba Cordelia-, sino porque ella misma se dejaba atrapar. Aquel hombrecillo patético del que ella disfrutaba riéndose, aprovechándose, sintiéndose superior en ocasiones, se tornaba gigante cuando quería y la hacía su esclava con tan sólo una mirada. Una mirada de furia que escondía los pensamientos de un hombre que era indescifrable tanto como evidente. Pero no sólo era eso lo que la mirada del Cardenal daba a entender a veces. Lo que la irlandesa podía advertir en muchas de las miradas que este le dedicaba se traducía en respeto. Respeto a un igual muy diferente... pero muy semejante. Respeto por alguien que en el fondo está tan roto como tú pero que lo oculta con el mismo ahínco. Por eso los apretones de manos eran tan cálidos y las amenazas tan intensas. Por eso no podían escapar el uno del otro.

Cordelia seguía pensando y pensando. Alejó su rostro y guió el de Alphonse para que volvieran a estar frente a frente y así poder pensar mejor. Pensar en lo que tenía delante, en lo que le ofrecía, en lo que le arrebataba, en lo que era ella, lo que era él, en lo que quería ser, que hacer con su vida...

- ¿Sabes la diferencia entre tú y yo? Al margen de las evidentes, quiero decir -dijo guiando su mirada en derredor, pues a la hora de hablar los ojos del susodicho la distraían bastante y no conseguía dar fuerza a su diatriba-. Ambos sabemos que no puedo evitar volver aquí. Volver a ti. Pero soy yo la que decide volver, sin ninguna cadena en mi brazo o en mi tobillo cuyo extremo desemboque en esta mano -la cual levantó para hacerle ver que realmente no estaba sujetando ninguna cadena-.  Sabes de sobra que a tu lado he probado cosas que nunca había podido saborear. El peligro, la adrenalina recorriendo mi cuerpo, descubrir habilidades que no sabía ni que tenía... te debo mucho, Alphonse de La Rive -más incluso de lo que me echas en cara, pensó Cordelia-. Sin embargo, yo puedo dejar de pensar en ti cuando me plazca. No hay ningún añadido romántico que me lo impida -sonrió clavando sus ojos en los de él, a la espera de cualquier gesto que demostrara que no se equivocaba-. Ese ha sido tu gran error durante estos años. Podías haber actuado de una forma mucho más objetiva conmigo, haberme tenido realmente en vereda... pero dejaste que tu corazón se interpusiera y además lo has plasmado todo en un diario que podía caer en manos de cualquiera. La prueba del delito. ¿Qué crees que pienso de ti ahora mismo? ¿Crees que te tengo miedo, lástima...? ¿Y cómo te sientes después de algo así? He leído todo lo que no esperabas que nadie leyera. ¿Dolido, quizás? ¿Avergonzado? ¿En serio puedes mirarme a la cara sabiendo lo que sé sin sentirte así? ¿De verdad quieres volver a trabajar conmigo sabiendo que siempre que me mires te sentirás así? No te engañes. Eres mío, Alphonse de La Rive. Y lo serás hasta que uno de los dos sea arrastrado hacia el Infierno.

Su intención no era ser cruel. Había descubierto algo muy personal sobre el Cardenal que sin duda le daría cierta ventaja en las discusiones venideras, pero ella mejor que nadie sabía que es muy rastrero jugar con los puntos débiles de cada uno. Sin embargo, el Cardenal había abierto la veda sin miramiento alguno y Cordelia no pensaba quedarse de brazos cruzados. Ambos sabían jugar a ese juego, los dos podían degradar al otro todo lo que quisieran y más.

- ¿Y bien? -preguntó apoyando su brazo derecho sobre el hombro de él, mientras dejaba que su mano izquierda jugueteara con la cruz que de La Rive siempre solía llevar al cuello- ¿Qué me dices de ese contrato sin papel?
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Mensaje por Alphonse de La Rive Sáb Dic 06, 2014 2:01 pm



Maldita sea, no había nada que odiara más que sentirse perdido… Y eso no era algo que sucediera muy a menudo en el día a día del Cardenal -prometido-. No obstante, ante la perturbadora presencia de la señora Holtz no sabía muy bien cómo actuar. Sobre todo tras su repentina aparición y su vuelta de entre los fantasmas. De hecho, en algún recóndito lugar de su mente aún pensaba que podría tratarse de una ilusión, de un mero sueño, y que se despertaría de golpe, cubierto de sudor -aunque esto… sería más propio de una pesadilla, ¿no?-. Actuaba, eso es lo que hacía en aquel instante, deseando que la mujer no descubriera sus  debilidades reflejadas en su mirada. No podía permitirse tal lujo.

Porque, al fin y al cabo, ellos eran iguales. Estaban solos en el mundo y se refugiaban en mentiras, en traiciones y peligros. Ella, una muchacha que fue engañada por el Cardenal, y él, un niño que fue enviado a un país desconocido y moldeado al gusto de los religiosos que cohabitaban junto a su persona. ¿Había realmente una diferencia en el transcurro de sus vidas? ¿No había sido, la inocencia de ambos, devorada por otros? Aunque, desde luego, nada de estos justificaba las acciones que ambos cometían. No tenían excusas para sus maldades.

Ah, pero la había echado tanto, tantísimo de menos… Ninguna mujer que se había cruzado en su camino, en aquellos dos años, podía compararse a la complicada mente de Cordelia. Se avergonzaba a sí mismo reconociendo que en más de una ocasión rezó a aquel Dios en el que no creía, rogando por su vuelta. Ya que, a veces, las discusiones y el odio nos hace depender de esas personas a las que despreciamos. De igual manera que el amor es necesario, para ellos dos la humillación ejercida sobre el otro era uno de sus alimentos.  


-¿Estás segura de eso, Cordelia? -se fijó en su gesto, en su mirada, en toda ella. ¿De verdad esa cadena ya no existía? ¿De verdad era libre? Incluso el propio Cardenal dudaba de ello. Él mismo se creía Todopoderoso, una especie de Dios en la Tierra. Y ella, la Reina de Hielo, era una de sus esclavas. Sí, eso era. Una esclava, y si había vuelto era por él, solo por él… la cadena seguía rodeando su frágil cuello, y ante cualquier tirón podría romper sus huesos sin miramiento alguno-. ¿Crees que la libertad te ha recibido con los brazos abiertos? Estás muy pero que muy equivocada… -¿o era él el equivocado? ¿Estaba intentando engañarla a ella, o a sí mismo? Todas esas preguntas le producían un terrible dolor de cabeza. Mataría por una buena copa de vino, o dos. O tal vez siete-. Cállate… -mostraba su debilidad. Él, el terrible Cardenal de París, al que todos temían y miraban con una mezcla de descrédito y terror. El famoso Alphonse de La Rive mostraba su impotencia ante las palabras que la aristócrata acababa de pronunciar. ¿Quién había empezado el juego? ¿Quién lo estaba ganando? La rabia inundaba su mirada; mirada que dedicaba a Cordelia. Odiaba no poder controlar sus propios sentimientos, y el hecho de no darse cuenta de que ella le conocía mejor que nadie. El diario había sido un error, mas jamás se hubiera imaginado que alguien podría leerlo. Ella había desaparecido sin más, sin dejar rastro, ¿cierto? En principio la Reina de Hielo estaba muerta y de ningún modo podría aparecer para hacerle temblar. No a él-. Cállate, Cordelia. ¡No te atrevas a jugar conmigo, a creer que podrás ganarme! ¡Nadie puede! ¿Me oyes? ¡Nadie!

Sin embargo había alguien que sí podía. Ella. En tan solo una noche -que aún no había llegado a su fin- le había provocado un malestar capaz de hacerle mostrar su verdadero yo, adentrarse en las capas más profundas de su alma. Esa alma que nunca dejaba entrever a nadie y que por culpa de sus descuidos, de los sentimientos encontrados que ella le inducía; estaba dejando divisar sin darse ni cuenta.

Y en ese momento, cuando Lady Holtz posó su brazo sobre el hombro de él y jugueteaba con la cruz que colgaba sobre su pecho, perdió los estribos por completo. Usó la fuerza contra ella, tomándola de las muñecas y arrastrándola hasta la pared más cercana. Allí la inmovilizó, de modo que la mujer fuera incapaz casi ni de pestañear. No podía escapar de él. No volvería a escapar de él, se repetía una y otra vez mientras hundía su mirada en los ojos de ella. Otro grave error, ya que en esa mirada Cordelia podría descubrir el desasosiego que en ese momento se apoderaba del Cardenal, un miedo hacia algo que él mismo desconocía. Su fragilidad al terminar optando por emplear la fuerza bruta, a sabiendas de que él podría acabar con la irlandesa en un abrir y cerrar de ojos -su Guardia Roja pululaba sin descanso por los pasillos del Palais-Cardinal.


-¿Y bien? -repitió de La Rive, en tono burlón. Ejercía impulso con su propio cuerpo sobre el ajeno, realizando una fortísima presión sobre sus muñecas-. ¿Qué debería hacer contigo, Cordelia? ¿Castigarte por huir del que es tu dueño? -y entonces hizo caso a la petición de la británica. ¿Ansiaba un contrato sin papel y pluma de por medio, de veras? La sonrisa del Cardenal era de una autosuficiencia nada creíble, ni para él ni para la otra persona. Y avanzó todavía más si cabe, respirando y depositando su aliento sobre la boca de la mujer. Quería asustarla, quería que ella olvidara por unos segundos las flaquezas que él había mostrado. Deseaba que todo se diera la vuelta, como antes, y que las debilidades expuestas fueran las de la señora Holtz-. Creía que si volviera a verte los sentimientos sobre los que leíste florecerían todavía más… ¿pero sabes? -soltó una de las muñecas de ella, llevando esa mano hacia la barbilla de la mujer, alzando ésta de modo que Cordelia no pudiera dejar de mirarle. Y con la yema de los dedos fue bajando, poco a poco, paseando la yema de sus dedos por la piel femenina, llegando un momento en que casi clavaba sus uñas sobre ésta, y deteniéndose en su pequeño cuello, rodeando éste con esa única mano. De nuevo, ejerció algo de presión sobre su  quebradiza tráquea, queriendo mostrar que podría terminar con su vida sin remordimiento alguno, sin pesar alguno y sin falta de cadenas. O al menos eso quería creer-. No siento nada por ti, salvo lástima -otra de sus mentiras. Y se notó, se pudo distinguir esa falacia debido a la inestabilidad de su voz, a la rabia de sus actos.

Ahora las tornas habían cambiado, y el esclavo era el Cardenal. Esclavo de una mujer que él mismo había reeducado tiempo atrás.
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Mensaje por Cordelia Holtz Sáb Dic 06, 2014 5:40 pm

Era evidente que la cadena de la que Cordelia hablaba estaba realmente presente entre los dos. Atándolos de grillete a grillete, sin un extremo por el que tirar, sin un extremo que hiciera patente la superioridad de ninguno de los dos.

"Cállate. Cállate, Cordelia. ¡No te atrevas a jugar conmigo, a creer que podrás ganarme! ¡Nadie puede! ¿Me oyes? ¡Nadie!"

Cállate, la súplica de alguien que no quiere escuchar la verdad. De alguien que no puede. De alguien que no admite su derrota, sus sentimientos, sus errores... alguien que evidentemente, encajaba a la perfección con lo que era Alphonse de La Rive. Antaño, el hombre incuestionable y Todopoderoso al que se había visto sometida aquella muchacha por culpa de los avatares del destino. Ahora, una pobre sombra de lo que fue. Perdido en un río cuyo cauce escapa a su entendimiento y promete desembocar en el peor de los sitios. Volviendo débil y manejable al Cardenal. A merced de una mujer que no dudará un segundo en jugar con él y tenderle de rodillas ordenando súplicas y obediencia.
De La Rive estaba perdido. Cordelia conocía esa mirada, esas formas, esas palabras. Impotencia ante aquello que no puedes controlar. Violencia, rabia, cualquier cosa era factible a la hora de intentar tomar la revancha, y aunque el Cardenal se atreviera a tocarla, a vapulearla, incluso a golpearla, cualquiera de las reacciones anteriores sólo demostraba lo que ya era claro. Que Cordelia había ganado.

Sin embargo, esta nunca esperó una reacción tan exabrupta por parte de él. La intensidad con la que la miraba, la ferocidad con la que sostenía sus muñecas, la brusquedad con la que la aprisionó contra la pared de su cuarto... ¿qué había hecho de él? Convertirlo en un animal. Enfurecerlo hasta perder la razón. Desde luego, se lo merecía. De La Rive siempre tenía que imponer sus normas y no le importaba por encima de quien tuviera que pasar ni los trapos sucios que sacar a relucir para sublevar a quien fuera. Con Cordelia ya no funcionaba. Hubo un tiempo en el que la pobre chiquilla sólo podía agachar la cabeza y aceptar la derrota a manos del Arzobispo. Gracias a Dios -más bien a ella y a las enseñanzas del propio Alphonse-, aquellos tiempos habían llegado a su fin y la joven irlandesa saboreaba una de sus primeras victorias.

No sabía hasta donde iba a llegar la amargura con la que Alphonse la miraba o la furia con que la aprisionaba. Por unos momentos temió por su vida. Se imaginó distintos desenlaces y el estrangulamiento era quizás de las opciones más plausibles dada la violencia ya no sólo en las formas, sino en el rostro de aquel hombre que nunca acostumbraba a perder la compostura.

Los juegos y triquiñuelas que el Cardenal intentaba utilizar para confundir el pensamiento de Cordelia y demostrarle que estaba completamente equivocada, no surtieron ningún efecto. Palabras, palabras y más palabras que no calaban en ella y que dadas las circustancias, nadie que hubiera estado escuchando la conversación, se creería.

La mujer tenía razón. La siguiente jugada del Cardenal pasaba por acariciar su cuello de una forma más que delicada. Acariciarlo hasta la muerte, pensó ella. Pero no, de La Rive no podría hacer nunca algo semejante. Y si alguna vez lo hiciera, sabía que se arrepentiría de por vida. Su amado Angelo muerto y ahora su dulce -¿dulce?- Cordelia, y esta vez con sus propias manos.

- Ojalá... -le costó articular palabra debido a la presión ejercida por Alphonse- ojalá fuera lástima lo único que sintieras por mí. ¿Estarías haciendo esto sino? ¿Tu carácter se habría tornado tan desmesurado? -de sus ojos brotaban las primeras lágrimas de un manantial a rebosar, impulsado por el dolor que sentía alrededor de su cuello, pero henchido en parte por la sorpresa de aquel acto fuera de lugar. Aquel desprecio que comprendía a la perfección, pero que no dejaba de dolerle en el fondo. Nunca nada bueno ha salido de un hombre, le decía continuamente la experiencia. Ni siquiera de un hombre enamorado, pues aunque su marido no sintiera ni la octava parte de lo que Alphonse tenía dentro causándole ese horrible ardor, este nunca se había atrevido a ponerle la mano encima ni una sola vez.- Suéltame, por favor.

De La Rive seguía encolerizado, mas su enojo se tornó en simple disgusto cuando por fin fue consciente de lo que estaba haciendo y de hasta donde podía haber llegado. Aflojó suavemente el nudo que había formado en el cuello de su Reina de Hielo, apunto de derretirse por el calor de sus manos, y comenzando por las lágrimas que brotaban de sus ojos y resbalaban por su rostro y cuello.

Cordelia no sabía que hacer. Aquel era el momento para actuar, pero... ¿qué hacer? ¿Volver a contraatacar? ¿A sabiendas de que su cuerpo prácticamente seguía inutilizado bajo la opresión del Cardenal? No, no podía arriesgarse. Sólo podía hacer una cosa para intentar eludir aquella situación. De la Rive había liberado sus muñecas buscando el encuentro con la barbilla de esta, por lo que Holtz aprovechó para deslizar sus manos acariciando las del Cardenal y preparar así la estocada final: un beso que aseguraría la liberación de la mujer y sumiría a aquel hombre de Dios en otro de los yugos que esta le imponía constantemente.
Cordelia Holtz
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