AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Fantasmas en el Palais-Cardinal.
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Fantasmas en el Palais-Cardinal.
Recuerdo del primer mensaje :
El Arzobispo de París no cree en fantasmas. O al menos no creía en fantasmas. Desde hacía más o menos una semana tenía la certeza de que un fantasma de su pasado le aparecía en su día a día, en los lugares más extraños, más insospechados. ¿Acaso eran meros recuerdos para torturarle? ¿O los fantasmas en verdad existen?
El pasado martes el Cardenal debía asistir a un ajusticiamiento público, en una plaza de París. Nunca le habían entusiasmado demasiado -a diferencia de otros; espectadores que observaban como si una obra de teatro se tratara, con aplauso final incluido. ¿Por qué dejar morir a alguien, por muy criminal que sea, delante de todos? ¿Acaso la muerte no es algo íntimo, personal, el último suspiro en este Valle de Lágrimas, que decían antaño?-. Como cardenal era una de las más altas autoridades en aquella sentencia, por lo que tenía un sitio privilegiado -ya se sabe, un asiento con vistas, para no perder detalle de como el cuerpo del ajusticiado, ya separado de su cabeza gracias a la veloz guillotina, se sigue moviendo una vez muerto. Un gran espectáculo, decían sus obispos auxiliares, aunque por desgracia para ellos en aquella ocasión todo fue limpio y rápido, el cuerpo no se movió, el criminal no gritó por perdón y el corte fue impecable. Ellos se lamentaban-. Mas lo que llamó la atención a De La Rive, lo que le hizo temblar y apenas articular palabra fue... otra imagen propia de la Muerte. ¿Se estaba riendo de él? ¿Le perseguía como castigo por las injustas y terribles condenas que él mismo ha infligido a lo largo de su vida, a inocentes que únicamente han tenido la desgracia de cruzarse con su persona, unas piedras más en su camino hacia el poder?
Sus ropajes rojos, como la sangre derramada del cordero, destacaban entre el negro y el púrpura de sus sacerdotes y obispos. El Sol les azotaba con fuerza en aquel día de julio, las gotas de sudor recorrían el rostro de Alphonse, su ropa le ahogaba, le atosigaba, sentía que apenas podía respirar. ¿Fue eso lo que le hizo ver... lo que no deseaba volver a contemplar? ¿El calor, el mareo, la muerte de una persona apenas unos metros de él? ¿Un cúmulo de emociones que ni un hombre como él puede soportar, controlar? Quién sabe. El Arzobispo de París no tenía respuesta para esas preguntas que le venían una tras otra.
Ella. Era ella, entre el público. My lady, la mujer que había trabajado durante más de una década junto a él, la mujer fría y calculadora que había moldeado a su gusto. La mujer que había desaparecido años atrás, sin dejar un solo rastro que seguir -ni los mejores cazadores podrían dar con sus pasos-. Desapareció del mapa... tras aquel incidente -él lo llamaba así-. El incidente donde la mujer casi pierde la vida sin que el Cardenal moviera un dedo por ayudarla. Marcada para siempre como una criminal, marcada para siempre en los ojos de los parisinos como una mentirosa, una fulana que solo buscaba su propio bien y la destrucción de la Corona Francesa. ¿Ellos recordarían aquel día? ¿El público que había acudido a la vergüenza pública, como en esta ocasión, para señalar con el dedo a los supuestos pecadores? ¿Olvidarían también la pena capital que acababan de presenciar? ¿Recordarían el rostro de este hombre dentro de unos años?
Al principio no le había llamado la atención, después de todo las ejecuciones públicas tenían mucho éxito entre los ciudadanos de París; la gente se apelotonaba para poder ver en primera fila la sangre, los ojos abiertos y perdidos... en fin, la casquería. No obstante, alguien cubierto por una capa negra se ocultaba entre la gente. Situado en un lugar estratégico, de modo que el Cardenal fuera capaz de apreciarlo... y justo empleó el momento adecuado para darse a conocer...
... el rostro pálido de la Reina de Hielo. Cuando la cuchilla de acero cayó sobre el cuello del hombre condenado -Alphonse retiraba la mirada, no le era agradable ver como a alguien le cortaban la cabeza-; aquella sombra dejó caer la capa que ocultaba su rostro, dejándose ver. Alphonse se quedó paralizado; el ambiente empezó a moverse sin ton ni son, la gente daba vueltas sin control... en fin, se estaba mareando. Y miles de dudas e interrogantes acudieron a su mente. Ella sonreía. Una sonrisa extraña, una sonrisa que parecía dibujada, como forzada para dar temor. Y desde luego lo había conseguido. ¿No... había desaparecido? Se preguntaba De La Rive.
-¿Cardenal? -murmuró uno de los obispos, sosteniendo a su superior cuando éste perdió el equilibrio, con la mirada perdida-. ¿Se encuentra bien...?
Uno de los sacerdotes también se acercó, tomando de las manos al Arzobispo para sentarlo de nuevo en su sitio, abanicándole mientras miraba a su alrededor.
-Quizá ha sido.... bueno, la guillotina -le dijo uno de los representantes de Dios en la Tierra a otro de ellos, procurando que el Cardenal no viera el cuerpo inerte del criminal.
Mas Alphonse no les escuchaba. La imagen que acababa de aparecer ante él seguía fija en su retina, como si el tiempo no hubiera pasado desde ese instante. Negó varias veces con la cabeza, levantándose de allí y bajando de la plataforma casi a carrera, apartando a la gente bruscamente para llegar hasta donde estaba la Reina de Hielo... sin embargo cuando llegó hasta allí, sintiendo las miradas extrañadas de la gente clavadas en él, ella ya había desaparecido.
- ¡Guardias! -gritó, volviendo hasta la plataforma. En su rostro se podía apreciar una mezcla de rabia y terror-. ¡Buscad a una mujer, por las calles, una mujer con una capa negra!
Los guardias se miraron entre ellos y luego a él, para responder -solo uno, el más valiente de todos-. En el fondo, aunque trabajaban para el Cardenal, le tenían cierto respeto. Sabían de sobra lo que podía llegar hacer.
-Monseñor... con esas indicaciones... tendríamos que detener prácticamente a cada mujer que nos encontremos... sin más información... -al decir eso el guardia cerró los ojo y tragó saliva, pensando que iba a escuchar maldiciones saliendo de la boca del Cardenal. Pero no fue así.
El Cardenal no pronunció palabra, y dio media vuelta sobre sí mismo para, de nuevo, posar su mirada en el lugar dónde ella había aparecido y se había evaporado en un abrir y cerrar de ojos. Tres años... habían pasado tres años desde la última vez y en ese tiempo, días, meses, no fue capaz de dar con su paradero ni contratando a los mejores espías de toda Europa.
Las apariciones continuaron tras esa primera. Eran escalonadas, nunca seguidas y en los peores momentos. En una de ellas con las mismas ropas -capa negra cubriendo su cuerpo-, se dejó ver en una de las recepciones reales, en el Palacio, en una ordenación de caballero real. Le sucedió lo mismo que en la plaza. Sus manos temblaron, casi pierde el equilibro y palideció hasta el punto de que la mismísima Reina le preguntó si se encontraba bien.
La última había sido ayer, en una ceremonia en la Catedral de Nuestra Señora, en Notre Dame. Conmemoraban la muerte de quince soldados en la pasada Guerra de los Siete Años. Fieles hombres que habían servido a la patria. Como Cardenal, De La Rive era el encargado de celebrar la misa. Cuando alzaba la copa hacia Dios, convirtiendo el vino en la sangre de Cristo y daba el primer trago a ésta, para volver a posar sus azules ojos en los feligreses, volvió a ver la capa negra... y el rostro de ella se descubrió. Nervioso, escupió el vino, cubriendo la ropa blanca de sus monaguillos -quiénes estaban situados justo delante de él- en una tonalidad borgoña. Cuando volvió a mirar, ella ya no estaba.
Fue una falta de respeto, le dijeron, hacia esos soldados caídos en la Guerra. Alphonse pudo salir del paso, asegurando que llevaba unos días encontrándose mal...¿Qué iba a decir? ¿Qué un fantasma del pasado aparecía ante él?
El Palais-Cardinal era un recinto amplio donde residía el Arzobispo, junto con algunos de sus obispos auxiliares y diversos cortesanos del Rey. Tenía sus propios aposentos en el palacio -de los más lujosos y recargados, como debe ser teniendo en cuenta su cargo-.
Había sido un día extraño. No había avistado a My Lady, aunque estaba atento a cada movimiento por el rabillo del ojo. A saber... pasos que escuchaba tras de sí, el ligero soplo de una ráfaga de viento, una hoja de un roble que caía sobre él... cualquier nimiedad le alertaba. ¿Se estaba volviendo loco? Ya no solo aparecía en sus sueños, si no en su día a día, en la realidad...
Suspiró al abrir las altas puertas de su habitación y le ordenó a sus guardias que vigilaran la entrada sin descanso. No dejéis pasar a nadie. Ésa fue su orden. Ellos asintieron. Una vez dentro de su estancia respiró hondo, haciendo presión sobre su sien. Sentía un terrible dolor de cabeza... Uno de sus pomeranian, Claudio, salió de su pequeña cama para acercase a Alphonse, ladrando de alegría mientras el resto aún dormían. El Cardenal se agachó para acariciarlo. Y de pronto le vino cierto olor. Cierto olor que conocía demasiado bien -un ligero perfume de la época, Les Larmes de l'Aurore. Era un perfume muy usado entre las clases altas-, pero cuando se entremezclaba con el propio olor de My lady... era único, alguien como él podía distinguirlo entre millones de ellos, todos parecidos. Ella era. Ella estaba allí... entre las sombras.
-Cordelia... -dijo en casi un susurro, lo justo para que la mujer pudiera oírle. Se acercó a su escritorio, cerrando de nuevo los ojos para añadir-. Mi diario no es tu incumbencia... ¿me lo puedes entregar, si me harías ese gran favor... por favor?
Esas dos últimas palabras le costó pronunciarlas. Y se mantuvo allí de pie, fingiendo una impasibilidad poco convincente, todavía dando la espalda a la sombra del lugar, donde ella se encontraba.
El Arzobispo de París no cree en fantasmas. O al menos no creía en fantasmas. Desde hacía más o menos una semana tenía la certeza de que un fantasma de su pasado le aparecía en su día a día, en los lugares más extraños, más insospechados. ¿Acaso eran meros recuerdos para torturarle? ¿O los fantasmas en verdad existen?
El pasado martes el Cardenal debía asistir a un ajusticiamiento público, en una plaza de París. Nunca le habían entusiasmado demasiado -a diferencia de otros; espectadores que observaban como si una obra de teatro se tratara, con aplauso final incluido. ¿Por qué dejar morir a alguien, por muy criminal que sea, delante de todos? ¿Acaso la muerte no es algo íntimo, personal, el último suspiro en este Valle de Lágrimas, que decían antaño?-. Como cardenal era una de las más altas autoridades en aquella sentencia, por lo que tenía un sitio privilegiado -ya se sabe, un asiento con vistas, para no perder detalle de como el cuerpo del ajusticiado, ya separado de su cabeza gracias a la veloz guillotina, se sigue moviendo una vez muerto. Un gran espectáculo, decían sus obispos auxiliares, aunque por desgracia para ellos en aquella ocasión todo fue limpio y rápido, el cuerpo no se movió, el criminal no gritó por perdón y el corte fue impecable. Ellos se lamentaban-. Mas lo que llamó la atención a De La Rive, lo que le hizo temblar y apenas articular palabra fue... otra imagen propia de la Muerte. ¿Se estaba riendo de él? ¿Le perseguía como castigo por las injustas y terribles condenas que él mismo ha infligido a lo largo de su vida, a inocentes que únicamente han tenido la desgracia de cruzarse con su persona, unas piedras más en su camino hacia el poder?
Sus ropajes rojos, como la sangre derramada del cordero, destacaban entre el negro y el púrpura de sus sacerdotes y obispos. El Sol les azotaba con fuerza en aquel día de julio, las gotas de sudor recorrían el rostro de Alphonse, su ropa le ahogaba, le atosigaba, sentía que apenas podía respirar. ¿Fue eso lo que le hizo ver... lo que no deseaba volver a contemplar? ¿El calor, el mareo, la muerte de una persona apenas unos metros de él? ¿Un cúmulo de emociones que ni un hombre como él puede soportar, controlar? Quién sabe. El Arzobispo de París no tenía respuesta para esas preguntas que le venían una tras otra.
Ella. Era ella, entre el público. My lady, la mujer que había trabajado durante más de una década junto a él, la mujer fría y calculadora que había moldeado a su gusto. La mujer que había desaparecido años atrás, sin dejar un solo rastro que seguir -ni los mejores cazadores podrían dar con sus pasos-. Desapareció del mapa... tras aquel incidente -él lo llamaba así-. El incidente donde la mujer casi pierde la vida sin que el Cardenal moviera un dedo por ayudarla. Marcada para siempre como una criminal, marcada para siempre en los ojos de los parisinos como una mentirosa, una fulana que solo buscaba su propio bien y la destrucción de la Corona Francesa. ¿Ellos recordarían aquel día? ¿El público que había acudido a la vergüenza pública, como en esta ocasión, para señalar con el dedo a los supuestos pecadores? ¿Olvidarían también la pena capital que acababan de presenciar? ¿Recordarían el rostro de este hombre dentro de unos años?
Al principio no le había llamado la atención, después de todo las ejecuciones públicas tenían mucho éxito entre los ciudadanos de París; la gente se apelotonaba para poder ver en primera fila la sangre, los ojos abiertos y perdidos... en fin, la casquería. No obstante, alguien cubierto por una capa negra se ocultaba entre la gente. Situado en un lugar estratégico, de modo que el Cardenal fuera capaz de apreciarlo... y justo empleó el momento adecuado para darse a conocer...
... el rostro pálido de la Reina de Hielo. Cuando la cuchilla de acero cayó sobre el cuello del hombre condenado -Alphonse retiraba la mirada, no le era agradable ver como a alguien le cortaban la cabeza-; aquella sombra dejó caer la capa que ocultaba su rostro, dejándose ver. Alphonse se quedó paralizado; el ambiente empezó a moverse sin ton ni son, la gente daba vueltas sin control... en fin, se estaba mareando. Y miles de dudas e interrogantes acudieron a su mente. Ella sonreía. Una sonrisa extraña, una sonrisa que parecía dibujada, como forzada para dar temor. Y desde luego lo había conseguido. ¿No... había desaparecido? Se preguntaba De La Rive.
-¿Cardenal? -murmuró uno de los obispos, sosteniendo a su superior cuando éste perdió el equilibrio, con la mirada perdida-. ¿Se encuentra bien...?
Uno de los sacerdotes también se acercó, tomando de las manos al Arzobispo para sentarlo de nuevo en su sitio, abanicándole mientras miraba a su alrededor.
-Quizá ha sido.... bueno, la guillotina -le dijo uno de los representantes de Dios en la Tierra a otro de ellos, procurando que el Cardenal no viera el cuerpo inerte del criminal.
Mas Alphonse no les escuchaba. La imagen que acababa de aparecer ante él seguía fija en su retina, como si el tiempo no hubiera pasado desde ese instante. Negó varias veces con la cabeza, levantándose de allí y bajando de la plataforma casi a carrera, apartando a la gente bruscamente para llegar hasta donde estaba la Reina de Hielo... sin embargo cuando llegó hasta allí, sintiendo las miradas extrañadas de la gente clavadas en él, ella ya había desaparecido.
- ¡Guardias! -gritó, volviendo hasta la plataforma. En su rostro se podía apreciar una mezcla de rabia y terror-. ¡Buscad a una mujer, por las calles, una mujer con una capa negra!
Los guardias se miraron entre ellos y luego a él, para responder -solo uno, el más valiente de todos-. En el fondo, aunque trabajaban para el Cardenal, le tenían cierto respeto. Sabían de sobra lo que podía llegar hacer.
-Monseñor... con esas indicaciones... tendríamos que detener prácticamente a cada mujer que nos encontremos... sin más información... -al decir eso el guardia cerró los ojo y tragó saliva, pensando que iba a escuchar maldiciones saliendo de la boca del Cardenal. Pero no fue así.
El Cardenal no pronunció palabra, y dio media vuelta sobre sí mismo para, de nuevo, posar su mirada en el lugar dónde ella había aparecido y se había evaporado en un abrir y cerrar de ojos. Tres años... habían pasado tres años desde la última vez y en ese tiempo, días, meses, no fue capaz de dar con su paradero ni contratando a los mejores espías de toda Europa.
Las apariciones continuaron tras esa primera. Eran escalonadas, nunca seguidas y en los peores momentos. En una de ellas con las mismas ropas -capa negra cubriendo su cuerpo-, se dejó ver en una de las recepciones reales, en el Palacio, en una ordenación de caballero real. Le sucedió lo mismo que en la plaza. Sus manos temblaron, casi pierde el equilibro y palideció hasta el punto de que la mismísima Reina le preguntó si se encontraba bien.
La última había sido ayer, en una ceremonia en la Catedral de Nuestra Señora, en Notre Dame. Conmemoraban la muerte de quince soldados en la pasada Guerra de los Siete Años. Fieles hombres que habían servido a la patria. Como Cardenal, De La Rive era el encargado de celebrar la misa. Cuando alzaba la copa hacia Dios, convirtiendo el vino en la sangre de Cristo y daba el primer trago a ésta, para volver a posar sus azules ojos en los feligreses, volvió a ver la capa negra... y el rostro de ella se descubrió. Nervioso, escupió el vino, cubriendo la ropa blanca de sus monaguillos -quiénes estaban situados justo delante de él- en una tonalidad borgoña. Cuando volvió a mirar, ella ya no estaba.
Fue una falta de respeto, le dijeron, hacia esos soldados caídos en la Guerra. Alphonse pudo salir del paso, asegurando que llevaba unos días encontrándose mal...¿Qué iba a decir? ¿Qué un fantasma del pasado aparecía ante él?
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Palais-Cardinal - 1800.
El Palais-Cardinal era un recinto amplio donde residía el Arzobispo, junto con algunos de sus obispos auxiliares y diversos cortesanos del Rey. Tenía sus propios aposentos en el palacio -de los más lujosos y recargados, como debe ser teniendo en cuenta su cargo-.
Había sido un día extraño. No había avistado a My Lady, aunque estaba atento a cada movimiento por el rabillo del ojo. A saber... pasos que escuchaba tras de sí, el ligero soplo de una ráfaga de viento, una hoja de un roble que caía sobre él... cualquier nimiedad le alertaba. ¿Se estaba volviendo loco? Ya no solo aparecía en sus sueños, si no en su día a día, en la realidad...
Suspiró al abrir las altas puertas de su habitación y le ordenó a sus guardias que vigilaran la entrada sin descanso. No dejéis pasar a nadie. Ésa fue su orden. Ellos asintieron. Una vez dentro de su estancia respiró hondo, haciendo presión sobre su sien. Sentía un terrible dolor de cabeza... Uno de sus pomeranian, Claudio, salió de su pequeña cama para acercase a Alphonse, ladrando de alegría mientras el resto aún dormían. El Cardenal se agachó para acariciarlo. Y de pronto le vino cierto olor. Cierto olor que conocía demasiado bien -un ligero perfume de la época, Les Larmes de l'Aurore. Era un perfume muy usado entre las clases altas-, pero cuando se entremezclaba con el propio olor de My lady... era único, alguien como él podía distinguirlo entre millones de ellos, todos parecidos. Ella era. Ella estaba allí... entre las sombras.
-Cordelia... -dijo en casi un susurro, lo justo para que la mujer pudiera oírle. Se acercó a su escritorio, cerrando de nuevo los ojos para añadir-. Mi diario no es tu incumbencia... ¿me lo puedes entregar, si me harías ese gran favor... por favor?
Esas dos últimas palabras le costó pronunciarlas. Y se mantuvo allí de pie, fingiendo una impasibilidad poco convincente, todavía dando la espalda a la sombra del lugar, donde ella se encontraba.
Última edición por Alphonse de La Rive el Dom Dic 07, 2014 10:09 am, editado 7 veces
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 112
Fecha de inscripción : 09/11/2014
Localización : París.
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Re: Fantasmas en el Palais-Cardinal.
Es increíble cómo, en ocasiones, una única persona logra hacer tambalear los cimientos que tan firmes creíamos. Cómo, sin ni siquiera percatarnos de ello el suelo comienza a temblar y nuestros pies se olvidan de avanzar. Todo eso es lo que Alphonse sentía en ese preciso instante. Inseguridad, confusión, desasosiego. Y todo por culpa de una mujer. La mujer. Su particular Reina de Hielo.
Era perfectamente consciente de que había perdido aquella batalla, que al dejar patente su furia y su laberinto de pensamientos incomprensibles, la irlandesa se había alzado con la victoria. Y eso era algo que le provocaba todavía más cólera si cabe. Ella había ejecutado su juego a la perfección, logrando llevar al Cardenal a su terreno sin que este lo percibiera. ¿El Maestro había sido superado? ¿Qué había aprendido Cordelia en aquellos tres años, para poder brillar con más ímpetu que el Arzobispo? El hecho de que las manos de él rodearan el quebradizo cuello de la mujer poco tenía que ver con el auténtico triunfo.
Mas el odio -hacia sí mismo, sobre todo; debido al hecho de no poder salvaguardar sus sentimientos como debería- que sentía en ese momento era superior a cualquier otra cosa. Era curioso que, a lo largo de su vida, hubiera empleado la fuerza bruta en muy pocas ocasiones -a no ser que fuera realmente necesario. La esgrima era un campo en el cuál no se manejaba nada mal-; y terminara usándola contra la persona que odiaba y amaba. Fueron las lágrimas de ella lo que le hicieron retroceder, lo que le devolvieron ese pellizco de misericordia que todavía habitaba en su interior. Mas, el hecho de detenerse, también lo hacía por él mismo. Ya la había perdido en una ocasión, y no estaría dispuesto a pasar por lo mismo una vez más. Sin olvidarnos de la culpa que sostendría siempre sobre sus hombros. La pérdida de un ser querido a causa del egoísmo es algo que el Cardenal ya conocía, y el dolor que causaba no era agradable de repetir. Su querido Angelo... Ah, y más malditas debilidades. Ahora, ella, las conocía todas y podía jugarlas a su favor. Como hizo a continuación.
Las miradas que le lanzaban los representados en las obras que tanto amaba parecían amenazantes, furiosas, como si pretendieran salir de los cuadros para evitar la catástrofe que tendría lugar si el Arzobispo no recapacitaba. El Expolio del Greco, un Jesucristo agonizante. Por unos instantes creyó ver como éste movía su cabeza, de modo que la mirada del retratado quedara fija en los azules ojos del Cardenal. Llorando, lágrimas idénticas a las de su Reina de Hielo. En la obra de El Bosco, Vista del Más Allá, los ángeles se llevaban a su querida Cordelia, hacia esa luz desconocida para todos los que permanecemos aún en el Valle de Lágrimas. Ella, en su ensoñación y alucinación, gritaba por ayuda, suplicando no morir, al menos todavía. E irremediablemente el nudo que el religioso ejercía sobre la muchacha se aflojó, dejándola casi liberada. ¿Qué era todo aquello? ¿Se estaba volviendo loco por su culpa? ¿Estaba perdiendo la cabeza? Mientras las voces de las obras continuaban, asegurándole el mejor lugar en el Infierno, al lado del que ya es su igual, al lado del Renegado de Dios. Quiso gritar basta, quiso gritar de desesperación pero le fue imposible, su voz no podía oírse por encima de las imaginarias, ni siquiera era capaz de emitir ningún tipo de palabra... Y ella, Cordelia, actuó como Judith, hija de Merari. Una viuda hebrea que aparece en el libro del mismo nombre: Judith, un antiguo manuscrito hebreo perteneciente a la Septuaginta; obras que el Cardenal tuvo que estudiar sin descanso en sus tiempos en el seminario -¿no era curioso que en sus momentos de desesperación siempre recurriera a Dios o a sus palabras cuando no quedaba ni un solo atisbo de fe en él?-. Obras pertenecientes a los escritos bíblicos de la Iglesia Católica. En la historia, Judith engaña a su opresor, seduciendo a éste y logrando que él en su deseo desmedido termine en su abrazo mortal. El opresor, un hombre enamorado de quién no debía, con una opaca venda en sus ojos incapaz de percibir la realidad. Quien termina emborrachado y decapitado por la que fue su esclava, y a la postre verdugo, en cuerpo femenino. ¿No era acaso similar a lo que estaba aconteciendo? Un déspota encaprichado de su cautiva, terminando traicionado por ella. Finalizando en una derrota incapaz de prevenir a causa de su lujuria.
En cuanto sintió los labios de la irlandesa contra los suyos, acabó por ceder de su cuello, y sus manos ya no ejercían ningún tipo de opresión -ni tampoco su cuerpo-, sino que éstas se alzaron hasta acabar en el rostro de ella, retirando cada una de las lágrimas que se precipitaban de sus ojos, para a continuación retenerla suavemente, queriendo disfrutar y dejarse llevar, sin cavilar en nada más -por una vez en muchísimo tiempo, era libre de sus pensamientos-. Las manos que anteriormente habían paseado por su pálida piel, limpiando cada entresijo de sufrimiento -como si el dolor causado solo fuera físico y visible a través del sollozo-, se deslizaron por su cuerpo hasta detenerse en su cintura, aferrándose a ésta para que ella no pudiera huir, para que ella no recapacitara en lo que acababa de hacer. ¿Aquello era un error? Por supuesto, el Cardenal consideraba que dejarse llevar por las pasiones terrenales -ya sean sentimientos o deseos-, es una grave falta. ¿Pero qué iba hacer; no era un hombre al fin y al cabo? Ni siquiera un tipo como él podía negarse a los placeres que intentaba persuadir. Y sus labios condescendieron a los ajenos, como todo su ser. Aprisionaron éstos, moviéndose en una especie de ansia nunca antes vista por el Arzobispo -no al menos por Cordelia, ya que él sí había cedido muchas veces al deseo, incluso conjuntamente con el amor. Mas eso había sucedido en tiempos pasados-.
Una mano acercándola todavía más a él, una respiración acelerada y una excitación más que evidente. Sí, definitivamente había perdido la batalla, había sido engañado por la mujer a la que él enseñó a mentir. Maestro superado por su aprendiz. Solo había que contemplar con qué avidez seguía besándola; sus párpados cayendo para ser capaz de concentrarse en cada sabor de sus labios, en cada aroma que desprendía su cuerpo, en cada segundo de lo que estaba sucediendo. Había dejado de ser quien llevaba las riendas en el lugar.
- Expolio, de El Greco:
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Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/11/2014
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Re: Fantasmas en el Palais-Cardinal.
Años atrás había dado su primer beso. Ya casi ni se acordaba. La experiencia no había sido muy satisfactoria. Aquel Ralston era un bruto camuflado entre modales. No supo tratar a Cordelia de la misma forma que no supo hacerlo con el resto de mujeres que irían a continuación de esta.
Los años habían transcurrido y la costumbre de besar a los hombres se había marchitado tanto como ella. Ni siquiera su marido había conseguido arrancarle demasiados besos -salvo, por supuesto, los que acompañaban al coito-, y desde luego, pocos eran del agrado de la irlandesa. Últimamente ninguno. Besar ya no era ninguna ciencia. Un acto relegado como otros muchos. Olvidado, menospreciado.
Se asombró a si misma cuando, sin dudarlo un segundo, utilizó ese arte tan olvidado -el de besar- como arma en la batalla que mantenía con aquel hombre tildado de religioso pero que la única religión que abrazaba era la corrupción. Al poco rato, las manos del Cardenal cedieron, buscando un lugar más apropiado para acompañar el beso. Misión cumplida pensó Cordelia, con la intención de proseguir en su juego.
Curiosamente, los minutos transcurrieron. Aquel hombre no era más que un amasijo de arrugas, sus labios estaban secos, su lengua áspera y su aliento olía a vino. Sin embargo, realmente se entregaba a la causa. Su beso estaba repleto de dulzura y al mismo tiempo ponía pasión en lo que hacía. Como beso no está mal, pero es que... -proseguía esta en el soliloquio que se iba formando en su pensamiento durante el transcurso del beso- es Alphonse de La Rive. Las manos del hombre serpentearon hasta tomar a Holtz por la cintura, volviendo a apresarla con intención de no soltarla nunca. Aquello se hacía interminable.
Cordelia Holtz había tenido que besar a cientos de hombres bajo las órdenes del Cardenal. Ya estaba habituada a sentirse como una mísera prostituta. Muchas eran las ocasiones en las que utilizaba el sexo o la sola tentación como arma en sus juegos. De La Rive le había enseñado a dar a los hombres todo aquello que buscaban en una mujer sin saber que un día todo ello se volvería contra él. Poco significaba para ella a estas alturas un beso. Demonios, no estaba besando a un cualquiera, se trataba de Alphonse, pero ¿qué otra opción tenía?
Las manos de la mujer recorrieron el pecho de aquel hombre, hasta poder conquistar su cara y separar ligeramente sus labios. El beso había finalizado. Rozó suavemente su rostro contra la mejilla del Cardenal, permitiendo que este oliera por última vez sus cabellos y depositara un suspiro en ellos, al tiempo que esta comenzaba a hablar.
- ¿Sabes que la boca te sabe a vino? Si, claro que lo sabes. Siempre te sabe a vino -muy segura después de todas las veces que había tenido que oler su aliento y soportar sus amenazas a un palmo de su rostro-.
Con suavidad, se desprendió de los brazos de Alphonse para acercarse al armario donde solía guardar muy de vez en cuando -pues poco le duraban- las botellas de aquel líquido borgoña. Los dos vasos anteriormente usados fueron rellenados de nuevo, pero esta vez no serían ambos para el Cardenal.
- Brindemos -haciéndole entrega a su compañero de uno de los vasos a rebosar-. Por el amor. Por el odio. Por... los besos.
La burla era evidente, pero no podía permitirse reír mucho, pues no quería volver a enfadar a de La Rive. Su rostro se tornó comprensivo, demostrando que cualquiera podía caer cuando se trataba del amor, del capricho o del simple deseo.
- Los besos. Esos pequeños embusteros que prometen más que cumplen. Ojalá mi primer beso hubiera sido algo más parecido a este -una de cal y otra de arena-. Desde luego, una experiencia curiosa, inestimable, digna quizás de repetir. Espero que tu mal humor haya cesado. Era algo bochornoso ver como perdías los nervios de esa manera, Alphonse -aquella diatriba era peligrosa, pero estaba hablando con el peligro en persona-. ¿Y bien? Dime, ¿Te ha gustado? -preguntó una vez el Cardenal había vaciado su vaso, de forma absolutamente ambigua, con intención de no cesar en su burla.
Los años habían transcurrido y la costumbre de besar a los hombres se había marchitado tanto como ella. Ni siquiera su marido había conseguido arrancarle demasiados besos -salvo, por supuesto, los que acompañaban al coito-, y desde luego, pocos eran del agrado de la irlandesa. Últimamente ninguno. Besar ya no era ninguna ciencia. Un acto relegado como otros muchos. Olvidado, menospreciado.
Se asombró a si misma cuando, sin dudarlo un segundo, utilizó ese arte tan olvidado -el de besar- como arma en la batalla que mantenía con aquel hombre tildado de religioso pero que la única religión que abrazaba era la corrupción. Al poco rato, las manos del Cardenal cedieron, buscando un lugar más apropiado para acompañar el beso. Misión cumplida pensó Cordelia, con la intención de proseguir en su juego.
Curiosamente, los minutos transcurrieron. Aquel hombre no era más que un amasijo de arrugas, sus labios estaban secos, su lengua áspera y su aliento olía a vino. Sin embargo, realmente se entregaba a la causa. Su beso estaba repleto de dulzura y al mismo tiempo ponía pasión en lo que hacía. Como beso no está mal, pero es que... -proseguía esta en el soliloquio que se iba formando en su pensamiento durante el transcurso del beso- es Alphonse de La Rive. Las manos del hombre serpentearon hasta tomar a Holtz por la cintura, volviendo a apresarla con intención de no soltarla nunca. Aquello se hacía interminable.
Cordelia Holtz había tenido que besar a cientos de hombres bajo las órdenes del Cardenal. Ya estaba habituada a sentirse como una mísera prostituta. Muchas eran las ocasiones en las que utilizaba el sexo o la sola tentación como arma en sus juegos. De La Rive le había enseñado a dar a los hombres todo aquello que buscaban en una mujer sin saber que un día todo ello se volvería contra él. Poco significaba para ella a estas alturas un beso. Demonios, no estaba besando a un cualquiera, se trataba de Alphonse, pero ¿qué otra opción tenía?
Las manos de la mujer recorrieron el pecho de aquel hombre, hasta poder conquistar su cara y separar ligeramente sus labios. El beso había finalizado. Rozó suavemente su rostro contra la mejilla del Cardenal, permitiendo que este oliera por última vez sus cabellos y depositara un suspiro en ellos, al tiempo que esta comenzaba a hablar.
- ¿Sabes que la boca te sabe a vino? Si, claro que lo sabes. Siempre te sabe a vino -muy segura después de todas las veces que había tenido que oler su aliento y soportar sus amenazas a un palmo de su rostro-.
Con suavidad, se desprendió de los brazos de Alphonse para acercarse al armario donde solía guardar muy de vez en cuando -pues poco le duraban- las botellas de aquel líquido borgoña. Los dos vasos anteriormente usados fueron rellenados de nuevo, pero esta vez no serían ambos para el Cardenal.
- Brindemos -haciéndole entrega a su compañero de uno de los vasos a rebosar-. Por el amor. Por el odio. Por... los besos.
La burla era evidente, pero no podía permitirse reír mucho, pues no quería volver a enfadar a de La Rive. Su rostro se tornó comprensivo, demostrando que cualquiera podía caer cuando se trataba del amor, del capricho o del simple deseo.
- Los besos. Esos pequeños embusteros que prometen más que cumplen. Ojalá mi primer beso hubiera sido algo más parecido a este -una de cal y otra de arena-. Desde luego, una experiencia curiosa, inestimable, digna quizás de repetir. Espero que tu mal humor haya cesado. Era algo bochornoso ver como perdías los nervios de esa manera, Alphonse -aquella diatriba era peligrosa, pero estaba hablando con el peligro en persona-. ¿Y bien? Dime, ¿Te ha gustado? -preguntó una vez el Cardenal había vaciado su vaso, de forma absolutamente ambigua, con intención de no cesar en su burla.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: Fantasmas en el Palais-Cardinal.
Durante el corto periodo de tiempo que duró aquel beso tan ansiado para Alphonse, todo lo demás había dejado de existir -por muy estúpido que sonara, por muy crío adolescente que pareciera-. Mas, aquel deseo había existido en su interior desde hacía muchísimo tiempo, prisionero en su interior sin que él mismo lo dejara ver la luz y pasearse a sus anchas. Él era un hombre poderoso, y nadie, nunca, podría provocar que sus muros se derrumbaran. O, al menos, eso creía en su pueril inocencia -¿la inocencia era un atributo que pegara con la personalidad de La Rive?-. Ella, la Reina de Hielo, había podido introducirse en el Palais-Cardinal sin problema, burlando a los guardias al servicio de la Corte, para luego conseguir lo más complicado; introducirse en el alma del Cardenal y acabar con cada una de las defensas que con tanta perseverancia había construido.
Por otro lado, los labios de la aristócrata eran suaves y dulces, podía incluso en ellos saborear los últimos atisbos de la juventud -no nos engañemos, Cordelia Holtz ya no era una muchacha y la madurez podía verse reflejada en su rostro-. Su corazón latía con una ferocidad alarmante,-algo que ella, al posar sus manos sobre su pecho pudo notar- la cual él no recordaba haber sentido en bastante tiempo- muy diferente a los latidos de tensión que sentía cuando se encontraba frente a frente con sus enemigos, sabiendo que igual éstos podían acabar con él en un solo abrir y cerrar de ojos-. A pesar de todo, la adrenalina era semejante. Y él -aunque le molestara soberanamente reconocerlo- bien sabía que un beso en el cual las auténticas pasiones son partícipes, es muy diferente al que acostumbraba a dar a todos sus amantes, a todos y todas las rameras a las que solía acudir. Después de todo, era un romántico, ¿no? Rechazaría cualquier otra noche de sexo desbocado con cualquiera de sus putas, a cambio de unos minutos más, a cambio de permanecer solo unos instantes más con sus labios acariciando los de Cordelia... no obstante soñar es fácil, y la gran manipuladora que era la irlandesa, apartó al religioso sutilmente. Él permaneció con los ojos cerrados, casi sin moverse en la misma posición. Le habían utilizado y manejado como una simple marioneta -y ella, lady Holtz, todavía le tenía retenido por aquellos invisibles hilos. Una especie de Moira que decidía su destino sin que el Cardenal pudiera escoger, pudiendo cortar el susodicho a su antojo, o por el contrario controlar cada paso que daba-. Cuando su rostro rozó contra su mejilla, y sus cabellos rondaron cerca de su persona, suspiró intentando alejar todo aquello que no soportaba -el sentirse un hombre más, normal y corriente-. Cerró una de sus manos en un puño y apoyó éste sobre la pared -una vez ella se fue, sin ser capaz de entender las palabras que la británica pronunciaba-, dejándose allí unos segundos -procurando guardar la compostura que ya había perdido- y con la yema de los dedos pertenecientes a la mano que había quedado libre, acarició sus propios labios. El sabor ajeno persistía todavía en ellos. Sacudió la cabeza, alejándose -por fin- de aquel rincón de la habitación, abriendo los ojos y siguiendo con su mirada a la mujer. Se le podía ver todavía aturdido, confuso. Mostrando cada vez más esa fragilidad que con tanto esfuerzo intentaba ocultar.
Posteriormente caminó hasta el sillón donde momentos antes Cordelia había estado sentada, dejándose caer de golpe, sin apartar su mirada cargada de rencor del cuerpo que se movía con gracia por toda la estancia. Tomó la copa que ella le ofrecía sin decir nada -sus burlas no le eran indiferentes, aún así. Pero el vino siempre es el vino, y sabía que éste podría ayudarle a sentirse mejor-. Y sin miramientos dio el primer sorbo, sumergiéndose de pronto en una calma muy oportuna -Cordelia le conocía bien. Dadle una buena copa de vino al Arzobispo, que él se sentirá como un niño pequeño ante su regalo deseado en Navidad. Cosas de borrachos, ¿verdad?-.
-Oh, pobre señora Holtz... ¿Tu primer beso fue una decepción? Al igual que todos los que prosiguieron a ése, ¿no? Supongo que son los rasgos propios en una frígida como tú... Lo lamento por tu marido, de verdad -ella se burlaba, era consciente. Él se sentía derrotado, hundido, pero eso no quitaba que sus ganas de seguir menospreciándola cesaran. Lo siguiente que salió de su boca viperina fue ignorado por el clérigo. No quería volver a perder los papeles y rebajarse al nivel de un burdo campesino. O peor. Y murmuró-. No hablo en voz alta sobre los besos que me dan o no, Cordelia. Mas diré, únicamente, que no ha sido desagradable.
Por otro lado, los labios de la aristócrata eran suaves y dulces, podía incluso en ellos saborear los últimos atisbos de la juventud -no nos engañemos, Cordelia Holtz ya no era una muchacha y la madurez podía verse reflejada en su rostro-. Su corazón latía con una ferocidad alarmante,-algo que ella, al posar sus manos sobre su pecho pudo notar- la cual él no recordaba haber sentido en bastante tiempo- muy diferente a los latidos de tensión que sentía cuando se encontraba frente a frente con sus enemigos, sabiendo que igual éstos podían acabar con él en un solo abrir y cerrar de ojos-. A pesar de todo, la adrenalina era semejante. Y él -aunque le molestara soberanamente reconocerlo- bien sabía que un beso en el cual las auténticas pasiones son partícipes, es muy diferente al que acostumbraba a dar a todos sus amantes, a todos y todas las rameras a las que solía acudir. Después de todo, era un romántico, ¿no? Rechazaría cualquier otra noche de sexo desbocado con cualquiera de sus putas, a cambio de unos minutos más, a cambio de permanecer solo unos instantes más con sus labios acariciando los de Cordelia... no obstante soñar es fácil, y la gran manipuladora que era la irlandesa, apartó al religioso sutilmente. Él permaneció con los ojos cerrados, casi sin moverse en la misma posición. Le habían utilizado y manejado como una simple marioneta -y ella, lady Holtz, todavía le tenía retenido por aquellos invisibles hilos. Una especie de Moira que decidía su destino sin que el Cardenal pudiera escoger, pudiendo cortar el susodicho a su antojo, o por el contrario controlar cada paso que daba-. Cuando su rostro rozó contra su mejilla, y sus cabellos rondaron cerca de su persona, suspiró intentando alejar todo aquello que no soportaba -el sentirse un hombre más, normal y corriente-. Cerró una de sus manos en un puño y apoyó éste sobre la pared -una vez ella se fue, sin ser capaz de entender las palabras que la británica pronunciaba-, dejándose allí unos segundos -procurando guardar la compostura que ya había perdido- y con la yema de los dedos pertenecientes a la mano que había quedado libre, acarició sus propios labios. El sabor ajeno persistía todavía en ellos. Sacudió la cabeza, alejándose -por fin- de aquel rincón de la habitación, abriendo los ojos y siguiendo con su mirada a la mujer. Se le podía ver todavía aturdido, confuso. Mostrando cada vez más esa fragilidad que con tanto esfuerzo intentaba ocultar.
Posteriormente caminó hasta el sillón donde momentos antes Cordelia había estado sentada, dejándose caer de golpe, sin apartar su mirada cargada de rencor del cuerpo que se movía con gracia por toda la estancia. Tomó la copa que ella le ofrecía sin decir nada -sus burlas no le eran indiferentes, aún así. Pero el vino siempre es el vino, y sabía que éste podría ayudarle a sentirse mejor-. Y sin miramientos dio el primer sorbo, sumergiéndose de pronto en una calma muy oportuna -Cordelia le conocía bien. Dadle una buena copa de vino al Arzobispo, que él se sentirá como un niño pequeño ante su regalo deseado en Navidad. Cosas de borrachos, ¿verdad?-.
-Oh, pobre señora Holtz... ¿Tu primer beso fue una decepción? Al igual que todos los que prosiguieron a ése, ¿no? Supongo que son los rasgos propios en una frígida como tú... Lo lamento por tu marido, de verdad -ella se burlaba, era consciente. Él se sentía derrotado, hundido, pero eso no quitaba que sus ganas de seguir menospreciándola cesaran. Lo siguiente que salió de su boca viperina fue ignorado por el clérigo. No quería volver a perder los papeles y rebajarse al nivel de un burdo campesino. O peor. Y murmuró-. No hablo en voz alta sobre los besos que me dan o no, Cordelia. Mas diré, únicamente, que no ha sido desagradable.
Última edición por Alphonse de La Rive el Vie Dic 12, 2014 4:45 pm, editado 1 vez
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Fantasmas en el Palais-Cardinal.
La perorata de Alphonse no hizo mella en la irlandesa. Sólo eran las palabras de un hombre herido que buscaba defenderse como fuera.
La risa de la mujer, sin embargo, apareció en el momento más inoportuno, pudiendo encolerizar de nuevo al Cardenal, pero imposible de frenar, sino sólo disimular.
- ¿Lo lamentas? ¿Es lástima lo que siente Alphonse de La Rive ante algo así? -preguntó al mismo tiempo que se apoyaba contra la pared, predispuesta a una distancia prudencial, pero justo enfrente del Cardenal- Envidia quizás sería una palabra más acertada... por lo que he podido comprobar esta noche. ¡Oh, espera! Cierto. Todos estos años... -su rostro burlón fingía una tristeza que poco tenía de triste, pero que rezumaba mofa. Al mismo tiempo, sobresaltada, se separó de la pared y se acercó al sillón donde de La Rive descansaba- yo con mi marido y luego tú... oh, vaya. Cuanto lo lamento. Tus noches debían ser realmente solitarias mientras yo yacía con él. Bueno, salvo por las prostitutas, claro. Esas mujeres que poco tienen que desmerecer a las de clase alta, ¿no? Esas mujeres que venden su cuerpo y su amor al mejor postor. ¿Y qué mejor mecenas del amor que el Cardenal de San Luis de los Franceses? Espero, de todo corazón, -ahondando en su chanza y con la mano en el pecho- que esas mujeres hayan hecho tus noches más dulces. Si lo hubiera sabido antes -cada vez más cerca-... podríamos haber pasado alguna noche juntos -de nuevo provocando a aquel hombre que no salía de una y ya se metía en otra-.
Serpenteando a su alrededor, rozando sus piernas e inclinándose para un mejor aproximamiento, Cordelia volvió a tentar a la suerte. Cada vez más cerca, más y más cerca. Sin embargo, no era tonta. Y sabía de sobra que de La Rive tampoco, por lo que antes de descubrir la resolución de aquella jugaba optó por cambiar de táctica. Volvió a erguirse y continuó hablando mientras paseaba por la estancia.
- Aunque... que tonta, hablo de mujeres y debería estar hablando de hombres también -Alphonse intuía por donde quería ir Cordelia, dispuesta a hundir completamente el dedo en la herida del Cardenal-. ¿Ninguno... con cabellos negros?
Ahí estaba. Cordelia había hecho alusión al primer amor del Cardenal, jugando así una carta que desde luego no le aseguraba la victoria, pero que seguía demostrando su superioridad en el campo de juego. Una jugada peligrosa, sin duda. Digna de una Reina de Hielo que maneja cada uno de los hilos que caen en sus manos o... de una tonta que aparenta ser aquello que no es. Sólo el tiempo y el desenlace de la conversación, lo dirán.
- ¿Cómo eran los besos de Angelo, Alphonse? Mejor que los míos, sin duda. No es necesario que lo digas -Cordelia daba la espalda al Cardenal. Hasta ella sabía lo cruel que estaba siendo y no le gustaba sentirse así. Maldita sea, aún tenía corazón y no quería tener que encontrarse cara a cara con Alphonse mientras se veía obligada a contraatacar de esa manera-. ¿Qué sentías? ¿Amor? El de verdad, no el que sientes por mi ni por ninguna de esas rameras, claro. ¿Te es incómodo hablar de esto? ¿Preferirías que me callara?
Si, era más que evidente. Las palabras del Cardenal si que habían hecho mella en ella. Demasiados hombres burlándose a lo largo de los años, aprovechándose de su inocencia, demasiados canallas a los que hacer frente como para dejar que de La Rive se riera de ella de esa manera.
- Dicen que no hay que morder la mano que te da de comer -finalizó volviéndose-, pero en nuestro caso esa frase es estúpida. Son ya muchos años mordiéndonos el uno al otro. No vamos a dejarlo ahora-pensó ella en voz alta-. De todas formas, no te preguntaba por el beso, sino por el vino.
La risa de la mujer, sin embargo, apareció en el momento más inoportuno, pudiendo encolerizar de nuevo al Cardenal, pero imposible de frenar, sino sólo disimular.
- ¿Lo lamentas? ¿Es lástima lo que siente Alphonse de La Rive ante algo así? -preguntó al mismo tiempo que se apoyaba contra la pared, predispuesta a una distancia prudencial, pero justo enfrente del Cardenal- Envidia quizás sería una palabra más acertada... por lo que he podido comprobar esta noche. ¡Oh, espera! Cierto. Todos estos años... -su rostro burlón fingía una tristeza que poco tenía de triste, pero que rezumaba mofa. Al mismo tiempo, sobresaltada, se separó de la pared y se acercó al sillón donde de La Rive descansaba- yo con mi marido y luego tú... oh, vaya. Cuanto lo lamento. Tus noches debían ser realmente solitarias mientras yo yacía con él. Bueno, salvo por las prostitutas, claro. Esas mujeres que poco tienen que desmerecer a las de clase alta, ¿no? Esas mujeres que venden su cuerpo y su amor al mejor postor. ¿Y qué mejor mecenas del amor que el Cardenal de San Luis de los Franceses? Espero, de todo corazón, -ahondando en su chanza y con la mano en el pecho- que esas mujeres hayan hecho tus noches más dulces. Si lo hubiera sabido antes -cada vez más cerca-... podríamos haber pasado alguna noche juntos -de nuevo provocando a aquel hombre que no salía de una y ya se metía en otra-.
Serpenteando a su alrededor, rozando sus piernas e inclinándose para un mejor aproximamiento, Cordelia volvió a tentar a la suerte. Cada vez más cerca, más y más cerca. Sin embargo, no era tonta. Y sabía de sobra que de La Rive tampoco, por lo que antes de descubrir la resolución de aquella jugaba optó por cambiar de táctica. Volvió a erguirse y continuó hablando mientras paseaba por la estancia.
- Aunque... que tonta, hablo de mujeres y debería estar hablando de hombres también -Alphonse intuía por donde quería ir Cordelia, dispuesta a hundir completamente el dedo en la herida del Cardenal-. ¿Ninguno... con cabellos negros?
Ahí estaba. Cordelia había hecho alusión al primer amor del Cardenal, jugando así una carta que desde luego no le aseguraba la victoria, pero que seguía demostrando su superioridad en el campo de juego. Una jugada peligrosa, sin duda. Digna de una Reina de Hielo que maneja cada uno de los hilos que caen en sus manos o... de una tonta que aparenta ser aquello que no es. Sólo el tiempo y el desenlace de la conversación, lo dirán.
- ¿Cómo eran los besos de Angelo, Alphonse? Mejor que los míos, sin duda. No es necesario que lo digas -Cordelia daba la espalda al Cardenal. Hasta ella sabía lo cruel que estaba siendo y no le gustaba sentirse así. Maldita sea, aún tenía corazón y no quería tener que encontrarse cara a cara con Alphonse mientras se veía obligada a contraatacar de esa manera-. ¿Qué sentías? ¿Amor? El de verdad, no el que sientes por mi ni por ninguna de esas rameras, claro. ¿Te es incómodo hablar de esto? ¿Preferirías que me callara?
Si, era más que evidente. Las palabras del Cardenal si que habían hecho mella en ella. Demasiados hombres burlándose a lo largo de los años, aprovechándose de su inocencia, demasiados canallas a los que hacer frente como para dejar que de La Rive se riera de ella de esa manera.
- Dicen que no hay que morder la mano que te da de comer -finalizó volviéndose-, pero en nuestro caso esa frase es estúpida. Son ya muchos años mordiéndonos el uno al otro. No vamos a dejarlo ahora-pensó ella en voz alta-. De todas formas, no te preguntaba por el beso, sino por el vino.
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Re: Fantasmas en el Palais-Cardinal.
Parecía que el Cardenal no había aprendido nada en aquellos dos años, en los trece que precedían a su unión con la irlandesa, y aún menos en el tiempo que había transcurrido desde que ella había aparecido como un espíritu en su residencia. Y en efecto, su enfado volvía a criarse en su interior. Ya que de alguna forma Cordelia parecía disfrutar provocando la cólera en el religioso, sabiendo que ella, y sólo ella, era la única capaz de hacerle perder los papeles, de controlarle como él hacía -o pretendía hacer- con el resto del universo. Éste respiraba hondo, observando cada detalle del rostro ajeno. Esa expresión de burla y superioridad. La risa de la aristócrata convertida en un simple chascarrillo, se repetía como el eco en su mente; recordando la de veces que él mismo se había burlado de la engañada mujer. Y por un momento -un segundo, incluso menos- deseó que jamás hubiera regresado, que jamás hubiera huido… que hubiera ardido entre las llamas de la purificación, ante las miradas acusadoras de todo aquel que deseara ver a una pecadora morir en la pira, a manos de los Señores de Dios. Si ella desaparecía, todos sus problemas se irían también -mas, aún así… Una obsesión, un vicio peor que el vino, peor que su placer al ejercer crueldad sobre otros más débiles-.
Ella danzaba por la habitación, conocedora de por cuál senda avanzar, a sabiendas de qué hacer o qué decir para lograr que el Cardenal dejara de ser ese hombre respetable, serio y paciente. Solo unos meros movimientos -nada sugerentes, tan solo con sus pasos, con el movimiento de su cabello, miles de pensamientos acudían a la cabeza del clérigo. Pensamientos que un buen hombre de Dios tendría que confesar después en una iglesia, tras el anonimato y en búsqueda del perdón-. Segundo tras segundo, de nuevo la ira se acrecentaba, y él no intentaba que ésta cesara -en verdad deseaba golpearla-. Y sus pies la conducían -peligrosamente- ante él. ¿No conocía el miedo? ¿Había perdido ese sentimiento de desconfianza? Ella ya no era su Cordelia, no obstante el deseo que Alphonse sentía hacia la mujer no cesaba a causa de esa razón, si no todo lo contrario. Eran iguales, y él estaba enamorado de sí mismo. Una mujer tan parecida a su persona era imposible de resultar impasible ante sus avispados ojos.
Palabras y más palabras, reto tras reto. Y él, débil como nadie, caería de nuevo en su fácil e infantil juego, demostrando que de igual forma carecía de la madurez necesaria para ser quién era. ¿Cómo alguien de su posición podía dejarse llevar por mundanas emociones? Él, en su ignorancia, rezaba al Dios en el que no creía, para que estos sentimientos desaparecieran por completo de su alma. ¿Qué sería de él entonces, sin una pequeña pizca de supuesto amor? Un amor a su manera, por supuesto, un amor cargado de odio y combatiendo como ellos dos lo hacían, esperando que uno, por fin, se alzara victorioso entre las ruinas del vencido. Proclamando su bramura a los cuatro vientos.
De La Rive era inmune a sus primeras preguntas, a las insinuaciones -verdades, realmente- acerca de sus escarceos con mujeres de dudosa reputación. Lo que no le era indiferente, a lo que no era inmune, eran a sus movimientos, al baile que no cesaba. Otra vez, sus cuerpos más cerca de lo que deberían -la palpitación de él, su más que evidente nerviosismo, el sutil roce de sus piernas-, y el casi anciano dejando que sus párpados cayeran. Su desbordante imaginación apoderándose de su -poca- cordura con aquella alusión al pasado. Una gran bocanada de aire, recuperando el aliento ante todo lo que acudía a su cabeza. Y ella altiva, sabiéndose supuestamente ganadora. Mas nadie le ganaba a él. No para siempre, al menos.
La respiración pausada y tranquila volvió a los pulmones del francés cuando ella se alejó -menos mal, un infarto en aquella situación no era bien recibido, desde luego-. Y dos grandes errores aparecieron, el primero fue darle la espalda -momento que Alphonse aprovechó para coger disimuladamente un abrecartas, en un veloz amago, y escondiendo éste bajo una de las mangas de su ropaje-. Y otro error era mencionarle… a él. Podía decir cualquier cosa acerca de su persona, podría amenazarle, podría insinuar sus malditos sentimientos hacia ella; pero nombrarle a él era el peor de los pecados. Nadie -ni siquiera ella- podría salir impune de tal agravio. En efecto, había hurgado en la peor de las yagas. Ella, Tomás el apóstol, dudando del verdadero dolor, del verdadero sacrificio de su Señor, sin creer en su resurrección, en su vuelta -la misma vuelta, el mismo regreso del Infierno que Cordelia había realizado-. Removiendo la sangre y las heridas de la víctima, del que sabía el verdadero significado de la amargura -extraña situación. Siempre sucedía lo mismo, el religioso ateo uniendo sus vivencias con los pasajes de la Biblia. ¿Su no creencia era real, o todo una fachada, un autoengaño?-. Alphonse de La Rive se levantó de pronto, arrojando la vacía copa de vino a los pies de la cazadora, haciéndose ésta añicos ante las miradas de ambos. El vino, rojo como la sangre, se derramó por el suelo, creando pequeños ríos tintados de carmesí. Sangre, como la que él sentía en su costado y sus manos -las que poseía el Hijo de Dios-, en las heridas que no debían ser removidas. Avanzó hacia la mujer, amenazante, con paso firme. La ira ya se había extendido por completo, como si se tratara de la peor de las enfermedades. Y de su boca salieron dos versículos de las Sagradas Escrituras, notándose en ellos su rabia ya no controlada -en apariencia-.
-Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré -¿cómo osaba a nombrarle? Se repetía una y otra vez, caminando hacia la mujer-. Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente -frente a frente, otra vez-. ¿Necesitas que tus dedos avancen en mis entrañas, Cordelia? Es de estúpidos creer que por leer un diario ya conoces los más oscuros secretos de alguien. Hay cosas que no se pueden expresar con palabras, que no pueden ser escritas -alzó una mano, dando unos suaves golpecitos en la coronilla de la mujer-. Vacía, como yo suponía -y se rió, exageradamente. Una imagen desagradable de ver, mostrando su dentadura estropeada, podre-. ¿Tengo que recordar en voz alta lo que hiciste por mí? ¿No te prostituiste tú también, Cordelia? No a cambio de dinero, pero sí de ciertas informaciones… Sí, sí que lo hiciste por mí. Y sin dudarlo, además. Una puta más, como ésas que se arrodillan por unas pocas monedas… ¿hm? -de nuevo, respiración sobre respiración, y él deslizando el abrecartas hasta que pudo tenerlo en una de sus manos-. No te mientas a ti misma, sé que yo no te soy indiferente -otro rápido gesto, abalanzándose sobre ella y dejando el susodicho abrecartas sobre su cuello. El frío metal acariciando la piel de la mujer, logrando que ésta se erizara. Mirada de terror contra mirada de odio-. Ya te maté una vez y podría volver a hacerlo, no lo olvides. Solo eres un fantasma de lo que fuiste -desprecio a la hora de apartarse. Arrojando la improvisada arma a la otra punta de la habitación-. ¡Guardias! -gritó, finalmente, haciendo uso de toda su fuerza para ello. Los guardias que habían estado todo el rato tras las puertas, quién sabe si atentos a lo que ocurría en el interior, hicieron rápidamente acto de presencia-. Llévensela de aquí.
Y entonces Alphonse le dedicó a su particular Reina de Hielo una última mirada de desprecio, volviendo hacia su predilecto sofá y dejando que el peso de su cuerpo le dejara caer sobre éste, cruzando sus piernas y sonriendo ante lo que sucedería a continuación.
Ambos guardias, pertenecientes a su Guardia Roja -al servicio del Cardenal- con las prendas de ese color, cogieron a la cazadora por los brazos, obligándola a avanzar. El Arzobispo necesitaba paz, necesitaba aventurarse en sus recuerdos como hacía demasiado tiempo que no lo hacía. Y para ello era necesaria la soledad.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Fantasmas en el Palais-Cardinal.
El Cardenal no carecía de razón y aquella mujer había caído en la trampa de los vanidosos. Confiando en su más que utilizada afirmación de que el conocimiento es poder. Sin embargo, el conocimiento nunca es completo y las páginas de un diario sólo te dicen lo que el dueño de este quiere decir. Oscuros secretos que ni siquiera se atrevía a materializar en aquellas hojas, vagaban por algún lugar de la mente del hombre. Secretos que quizás nunca estarían en conocimiento de la irlandesa, pero que esta estaba dispuesta a arrancarle tarde o temprano al francés.
Había empezado bien, pero como cualquier tonta se había confiado enseguida. No había tenido tiempo de pensar realmente lo que significaba mencionar al primer amor del Cardenal. Más aun incluirlo en una burla semejante destinada a regodearse ante él.
Vacía, como yo suponía... maldito estúpido -pensó ella-. Y allí seguía, burlándose de ella descarada y grotescamente, con una risa ridícula, poco propia de él.
La fragilidad de cada uno ya era un hecho que las palabras del otro habían conseguido evidenciar. Cordelia jugaba con los sentimientos de Alphonse y él no vacilaba a la hora de demostrar ese escaso, pero curioso y sí, profundo poder que ejercía en ella, pudiendo privarle de una vida a la que no sólo ya se había acostumbrado, sino de la que se había enamorado. Era lógico que no hubiera sitio en el corazón de la cazadora para nadie más, dadas las circunstancias.
Chocante, sin embargo, era la idea de prestar su cuerpo a los recados que Alphonse le establecía, pasando noches con hombres viejos, hombres casados, hombres poderosos -siempre solían serlo-, jóvenes fácilmente engatusables... pero Cordelia no tenía que recurrir a nada degradante la mayor parte de las veces. Se sorprendía con que facilidad un hombre aceptaba una copa envenenada de una mujer o simplemente atendía a sus falsas promesas de forma tan embelesada sin pensar en nada más. Pocas veces había tenido que cumplir sus promesas y las pocas veces que sometía no sólo su cuerpo, sino también su espíritu, se obcecaba en darle -a su debido momento, pues al fin y al cabo todo formaba parte de un plan del cual no podía desviarse ni un ápice- a la otra persona su justo castigo. Justo castigo. Las manos de Cordelia no se llenaban de sangre nunca, sólo de justicia bien merecida.
El frío acero. Comparable sin duda al frío invierno. De La Rive debería haber sido escritor. Tenía la edad -la suficiente como para estar en posesión de madurez, experiencias y conocimientos necesarios-, el nombre, el nivel de alcohol en sangre, pero sobre todo, era tan dramático... amenazar con un abrecartas a la mujer que amas estaba tan anticuado, era como de 1700. Ya te maté una vez y podría volver a hacerlo, no lo olvides. Solo eres un fantasma de lo que fuiste . Su material era bueno. Quizás no para una novela de Jane Austen, pero si para algo de Shakespeare. No sé que hacer con este hombre pensaba la mujer en ocasiones. Aunque quizás no en esta. Si, todo aquello era cierto, el Cardenal era muy dramático, pero ello no quitaba que aun así aquel abrecartas la pusiera nerviosa. No era tanto el abrecartas, sino la actitud encolerizada -encolerizadamente oculta además, todo hay que decirlo- de Alphonse. No sabía realmente hasta que punto podía llegar y si había alguna clase de línea que pudiera mantener al Cardenal en su sitio, evitando que este cometiera cualquier acto del que luego pudiera intentar arrepentirse demasiado tarde ya.
- Disculpen caballeros -dijo Cordelia una vez la Guardia Roja se había presentado en el lugar-, pero puedo abandonar la estancia por mis propios medios. Que sea una mujer no significa que deban tratarme como tal. Hasta más ver, amado mío.
Había empezado bien, pero como cualquier tonta se había confiado enseguida. No había tenido tiempo de pensar realmente lo que significaba mencionar al primer amor del Cardenal. Más aun incluirlo en una burla semejante destinada a regodearse ante él.
Vacía, como yo suponía... maldito estúpido -pensó ella-. Y allí seguía, burlándose de ella descarada y grotescamente, con una risa ridícula, poco propia de él.
La fragilidad de cada uno ya era un hecho que las palabras del otro habían conseguido evidenciar. Cordelia jugaba con los sentimientos de Alphonse y él no vacilaba a la hora de demostrar ese escaso, pero curioso y sí, profundo poder que ejercía en ella, pudiendo privarle de una vida a la que no sólo ya se había acostumbrado, sino de la que se había enamorado. Era lógico que no hubiera sitio en el corazón de la cazadora para nadie más, dadas las circunstancias.
Chocante, sin embargo, era la idea de prestar su cuerpo a los recados que Alphonse le establecía, pasando noches con hombres viejos, hombres casados, hombres poderosos -siempre solían serlo-, jóvenes fácilmente engatusables... pero Cordelia no tenía que recurrir a nada degradante la mayor parte de las veces. Se sorprendía con que facilidad un hombre aceptaba una copa envenenada de una mujer o simplemente atendía a sus falsas promesas de forma tan embelesada sin pensar en nada más. Pocas veces había tenido que cumplir sus promesas y las pocas veces que sometía no sólo su cuerpo, sino también su espíritu, se obcecaba en darle -a su debido momento, pues al fin y al cabo todo formaba parte de un plan del cual no podía desviarse ni un ápice- a la otra persona su justo castigo. Justo castigo. Las manos de Cordelia no se llenaban de sangre nunca, sólo de justicia bien merecida.
El frío acero. Comparable sin duda al frío invierno. De La Rive debería haber sido escritor. Tenía la edad -la suficiente como para estar en posesión de madurez, experiencias y conocimientos necesarios-, el nombre, el nivel de alcohol en sangre, pero sobre todo, era tan dramático... amenazar con un abrecartas a la mujer que amas estaba tan anticuado, era como de 1700. Ya te maté una vez y podría volver a hacerlo, no lo olvides. Solo eres un fantasma de lo que fuiste . Su material era bueno. Quizás no para una novela de Jane Austen, pero si para algo de Shakespeare. No sé que hacer con este hombre pensaba la mujer en ocasiones. Aunque quizás no en esta. Si, todo aquello era cierto, el Cardenal era muy dramático, pero ello no quitaba que aun así aquel abrecartas la pusiera nerviosa. No era tanto el abrecartas, sino la actitud encolerizada -encolerizadamente oculta además, todo hay que decirlo- de Alphonse. No sabía realmente hasta que punto podía llegar y si había alguna clase de línea que pudiera mantener al Cardenal en su sitio, evitando que este cometiera cualquier acto del que luego pudiera intentar arrepentirse demasiado tarde ya.
- Disculpen caballeros -dijo Cordelia una vez la Guardia Roja se había presentado en el lugar-, pero puedo abandonar la estancia por mis propios medios. Que sea una mujer no significa que deban tratarme como tal. Hasta más ver, amado mío.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: Fantasmas en el Palais-Cardinal.
Desde el primer momento tenía que haber llamado a los guardias, lo sabía. Haberla echada de su hogar a patadas. El atrevimiento de la mujer era increíble, jugando con su propia vida, su propio fin -¿tres años desaparecida y se dignaba a volver cómo si nada? ¿A sabiendas de que aquel hombre no dudaba en acabar con todo, incluso con lo que más quería? Primero -en su escala de importancia- estaba Alphonse, luego de La Rive y posteriormente el Cardenal de París. Es decir: él. Y no, ninguna maldita mujer estaría jamás por encima. Las hijas del Mal, las provocadoras de los peores desastres habidos y por haber.
La escena de como agarraban a la irlandesa y ésta les decía que podía valerse por sí misma -¿Seguro? ¿Acaso no fue él, Alphonse, quien la salvó de un terrible castigo hace trece años, no fue su marido quien intervino para no acabar consumida por las llamas? Era mujer, al fin y al cabo. Nunca podría ser libre, estaría eternamente condenada al sometimiento del hombre- era un deleite para los ojos azules del Arzobispo.
Alzó una ceja cuando los dos miembros de la Guardia Roja le abrieron las puertas, y antes de que ella se fuera -justo después de que pronunciara sus palabras-, él le dijo, alzando su voz para que pudiera escucharlo:
-¡El lunes quiero verte aquí a las nueve de la noche, Cordelia, nuestra primera misión! -y espero que aparezca, pensó... de lo contrario...
Se levantó del sofá, sintiendo una especie de abatimiento, un malestar general causado por los pensamientos y recuerdos que acudían a él, apoderándose de todo su ser. Hizo una pequeña reverencia con la cabeza a los guardias, y éstos cerraron la puerta, dejando que chirriara por ello. Los pasos del Cardenal, mientras tanto avanzaron hacia el escritorio -procurando no pisar los cristales de la copa antes arrojada-, y cogió el diario -el diario maldito, donde relataba minuciosamente todas las emociones experimentadas a lo largo de los años. Cerró los ojos, unos meros segundos. Se sirvió algo más de vino -cómo no-, y con el cuaderno y la copa en mano se acercó hasta la ardiente chimenea. Allí, se sentó otra vez en el sofá y fue arrancando hoja a hoja, del susodicho diario -no sin leer antes cada una de esas páginas, sumergiéndose en sus propias vivencias, rememorando por última vez. Y con la ayuda del alcohol, ahogándose en sus propios errores, pecados; sin ningún remedio ya para ellos-. Una copa tras otra, y la noche avanzaba, las velas se consumían por completo pero el fuego del Inframundo se mantenía latente. La sangre derramándose por los labios del religioso, y sus particulares Sagradas Escrituras -sus evangelios, su historia- siendo pisoteada por el propio Diablo -él, la crueldad personificada-.
¿Su vida era realmente un castigo, vivía ya en el Infierno? Más y más vino, más y más recuerdos. Y, por fin, el fin. Su corazón más oscuro, sus deseos más ocultos -ojalá desaparecidos-.
Y la imagen de las dos únicas personas que han conseguido perturbarle, Angelo y Cordelia. Los dos dominándole, los dos acabando con él y despareciendo para convertirse en espíritus inalcanzables, en fantasmas rondando por pasillos interminables. Fantasmas en el Palais-Cardinal.
FIN
Fantasmas en el Palais Cardinal - Alphonse de La Rive & Cordelia Holtz
Tema cerrado
14/12/2014
Fantasmas en el Palais Cardinal - Alphonse de La Rive & Cordelia Holtz
Tema cerrado
14/12/2014
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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