When the lights go out [Lucern]

Continuaba preguntándome cómo había llegado a éste sitio aterrador, tenebroso y por demás, desagradable. Sin contar que no había pisado un cementerio en mis diecinueve inocentes años. Los detestaba, les tenía aprensión. Ni siquiera había concurrido a los entierros de mis padres ni de mi finado abuelo, quien siempre me repetía "Isaura, pequeña, debes tenerle miedo a los vivos, no a los muertos", y yo, que había jurado nunca estar cerca de una tumba, reía ante el tono que empleaba, tan condescendiente y tranquilo, muy alejado a lo que solía ser él en su vida cotidiana.

El haber evocado el recuerdo de Don Alexander Blackraven, sólo hizo que mi ritmo cardíaco se acelerara aún más. La noche era cruel, una helada que no esperaba caía y congelaba mis sentidos y mi capacidad para pensar en cómo salir de allí. ¡¿Es qué no había cuidadores por ningún sector?! Caminaba y caminaba sin rumbo, con la idea fija de que en cualquier momento se aparecería un asesino serial frente a mi y me haría una invitada más a todos los que se encontraban debajo de mis pies. Mi mente ya imaginaba ruidos donde no los había, sombras donde si quiera había una rama de árbol reflejada gracias a la Luna.

Lo peor que podía pasarme era convertirme en una cobarde a ésta altura de la vida. No me lo permitiría y prefería la muerte antes de perder la cordura. Por lo tanto, no me quedaba otra salida que despejar mi mente, y a duras penas conseguí arrancarme las palabras de la carta que había recibido y que me había llevado al trastorno psíquico y al revuelo emocional por el cual estaba transitando. Es que la idea de que aquel vegetal que había quedado en Inglaterra fuese capaz de dejar todos sus compromisos y realizarme una visita, se había confirmado en su último escrito. Cada vez que llegaban los papeles sellados con el escudo de su familia en ese lacre color bordó que me hacía pensar en la sangre, me convertía en un fantasma, y era justo en lo que me había transformado hasta hacía segundos atrás, en los que salí de la conmoción y volví a un estado que podría decirse "normal".

Me castigaba mentalmente, reprochándome la falta de auto control. Había salido del palacete como una fiera embravecida. Llorando y despotricando contra el mundo mi poca suerte, mi triste destino y mi falta de amor. Es que realmente estaba sola, y por más que tuviese a mis incondicionales empleados, ellos no llenaban el espacio que había quedado vacío, sin contar, que necesitaba a mi hermano más que nunca, pero él tenía asuntos más importantes que atender que los caprichos de su hermanita, y debía entenderlo, por más que me doliese e incomodase.

Si algo me faltaba, era que una leve brisa comenzara a soplar y acrecentara el frío que sentía, que no era poco. El camisolín y la bata de seda no eran un abrigo apropiado para tal circunstancia, y refregar mis brazos tampoco era de ayuda. Definitivamente, el lugar era más grande de lo que imaginaba, y más lúgubre de lo que había fantaseado. Me detuve y miré de un lado a otro, intentando reconocer una figura humana que me ayudase a salir de allí, pero lo único que conseguía era encontrarme con lápidas, árboles y oscuridad. Hice tan sólo unos pasos más, hasta apoyarme contra un tronco, intentaría relajarme y encontrar una solución, en algún lado tenía que estar la salida.

Las páginas de un libro se abrían. Amarillentas, empolvadas, desprendían el aroma particular que el tiempo se empeñaba en impregnar en su superficie. Las letras desdibujadas por los años perdieron aquel negro que las caracterizó. El trazo de la pluma perdió la suavidad y se convirtió en una textura áspera y discontinua, algunas se han borrado, pero siguen estando allí, encerradas entre la dureza de las tapas y nadie sería capaz de quitarlas, porque no podían escapar o simplemente porque formaban parte de ese todo, de esa historia que se contaba con esmero, con prolijidad. Isaura era cada frase, cada detalle de su cuerpo aprisionado entre las rigurosas láminas que representaba Lucern. Su mirada, cruelmente inquisidora, mantenía a la joven duquesa en una aterradora estupefacción, tan apremiante, tan atrapante, que terminaba por acatar como si las pupilas renegridas le ordenaran que se mantuviera inmóvil, y ella sólo obedecía a lo que su instinto le regoba que hiciera. La cárcel que encarnaba le daba una libertad de pensamiento que se esmeraba en acallar, pero el ansia fatídico se dispersaba por cada gota de su sangre y la realidad se tornaba difusa. El deslinde de su espacio había sido invadido por el prólogo de un relato en el que ella sólo era una subordinada de su propia insensatez. Un movimiento imprevisto, y su espalda se arqueó por inercia, no dominaba si quiera su respiración, si él, en ese preciso instante le hubiese ordenado que dejara de llenar sus pulmones con el putrefacto aire, habría cedido sólo para no provocar una fatal consecuencia. Una revolución se gestaba en sus entrañas, una ansiedad creciente que la apabullaba y por más que intentase escapar de sí misma, no lograría liberarse de quien en un principio figuraba como un redentor a su soledad y que se había convertido en un déspota opresor que volvía cenizas la tenacidad de la que tanto se había regodeado a lo largo de su corta vida.

Isaura había caído en las fauces de una trampa mortal. Caminar por la cornisa, tentar al destino e indagar en lo desconocido, la llevaban a una ruta sin retorno. Tendida sobre aquella superficie, con la ajena humanidad sobre sí, sólo experimentaba la irónica corriente eléctrica que la transportaba. Se mofaba de ella, la dominaba. Cuando la mano del hombre separó aún más las extremidades de la joven, significó un contacto más cercano, aún, más poderoso. Él la atrapaba con su sensual apariencia y con la supremacía que le confería el someter a una inexperta. Su discurso era irrefutablemente cierto. ¿Cómo cuestionar lo incuestionable? A esas alturas, no dimensionaba la magnitud de sus palabras porque el profano cosquilleo se convertía, con el correr del tiempo, en un doloroso latido que la obligaba a acercarse a la desconocida dureza masculina, a ceñirse en torno a ella, a comprobar el dominante roce de la tela sobre su femeneidad. Lucern le hablaba como a una ramera, como a una desdichada ramera, y a ella…le incitaba, le estremecía, le subyugaba, la enardecía. Su espíritu incorruptible era una simple ruina, sólo deseaba que continuara recitando de esa manera. La adrenalina, fruto de la intangible combinación de terror, culpa y deseo, se proyectaba, una y otra vez, en esos constantes escalofríos que le recorrían la espalda, el abdomen y finalizaban en la profundidad de su intimidad. Será que el encanto se esfuma cuando las voces de ultratumba talan en sus faringes el ominoso canto del diablo. Será que el delirio se desvanece ante la realidad, ante el yugo prepotente del enmascarado rostro de la muerte. Su corazón se sobresaltó con la nueva burla, con la varonil carcajada que se perdía en los rincones del sitio que los confinaba, de esa oculta guarida que se había mostrado reveladora de inquietudes jamás planteadas.

La totalidad de su estirpe vibró, encendida, cuando la nariz del extraño trazó un camino a través de su cuello. No pudo desviar su mirada de los ojos de su sayón, que la traspasaron cuando levantó su rostro. El golpe le devolvió el discernimiento que quería perder, y lloró, sus lagrimales explotaron en ese desconsuelo contenido, ahogado, en ese nudo que le impedía tragar. Un lastimoso “si” surgió ante la pregunta. Pero nada, ni el pánico que la sacudía, haría que ella intentara desertar. Su esencia se escurría entre sus pliegues mientras el ensordecedor aliento del vampiro arremetía contra su garganta. Luego, sólo fueron segundos para que la delicada piel de su cuello fuera penetrada por sus afilados caninos. Sus ojos se abrieron hasta arder y se cerraron instintivamente. Las concluyentes lágrimas recorrieron sus sienes en el último hilo de dignidad que le quedaba, y las sensaciones, en esa oscuridad que sólo la suave textura de los párpados es capaz de brindar, se multiplicaron, rebosaron como la espumosa marea apoderándose de un arrecife. No pudo gritar, no se atrevió a hacerlo. Disfrutaba, si ¡Dios! Disfrutaba de la lujuria que se esparcía por sus venas mientras el punzante dolor le surcaba el pecho, que subía y bajaba, agitado, exitado, repleto del aroma varonil que el desconocido desprendía. Las manos de la joven duquesa se aferraron a la nuca de su verdugo, sus uñas se clavaron en la helada epidermis masculina…y gimió, embriagada por el lánguido éxtasis que la recorría. La descarada mezcla de goce y dolor la atormentaban, le desgarraban la consciencia, pero la potencia erótica ejercía sobre su cuerpo, sobre su alma y sobre su misma voluntad, un atractivo influjo de connotaciones hipnóticas.